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Justicia Administrativa que llega a tiempo: seguridad jurídica en serio

Por: Mtro. Luis Enrique Osuna Sánchez

La justicia administrativa gana legitimidad cuando decide a tiempo y resuelve el fondo, sin reenvíos innecesarios. Fijar plazos precisos con consecuencias por su incumplimiento no es un tecnicismo: es cumplir el artículo 17 constitucional, poner a las personas en el centro y devolver confianza a la ciudadanía. Pero esos plazos solo son posibles si se acompañan de recursos humanos, materiales y financieros suficientes para cumplirlos.

 

El punto de partida es claro: el artículo 17 nos pide tribunales expeditos que emitan resoluciones prontas, completas e imparciales, en los plazos que fijen las leyes y sin costo para las partes. Y añade algo decisivo: siempre que no se afecten la igualdad, el debido proceso u otros derechos, debe privilegiarse la solución de fondo sobre los formalismos. La forma importa, pero la justicia vive en el fondo.


Desde esa brújula, el Juicio Contencioso Administrativo no es un mero trámite para detener arbitrariedades de las autoridades, así como tampoco es un instrumento para que los ciudadanos eviten cumplir con sus obligaciones cívicas: es ética pública hecha procedimiento. ¿Cuánto le cuesta al Estado una nulidad “para efectos” que regresa el expediente a la autoridad y deja intacta la cuestión sustantiva, el fondo de la controversia? ¿No superamos hace décadas la idea de un tribunal de justicia administrativa de mera anulación? Una sentencia impecable en la forma, pero silenciosa sobre los agravios de fondo, desdibuja la experiencia de justicia y erosiona la percepción que tienen los gobernados del sistema. 
No se trata de olvidarnos de las formalidades ni de simular eficacia con atajos o aparente productividad. Se trata de facilitar el análisis y la decisión de lo efectivamente planteado en el fondo, por encima de temas meramente formales, respetando siempre la igualdad procesal y el debido proceso. Las formalidades siguen ahí, pero deben iluminar la decisión, no oscurecerla ni servir de coartada para posponerla.


Decidir pronto no es decidir equivocadamente o superficialmente. La naturaleza real de la justicia completa y de la exhaustividad obliga a estudiar la totalidad de los argumentos oportunamente hechos valer (salvo cuando realmente sea innecesario). No es escribir más, sino responder con claridad, coherencia y buena razón. La tutela judicial efectiva no termina en el acceso al tribunal: incluye el derecho a obtener una decisión de fondo, debidamente motivada, sea favorable o adversa.


Como he comentado en diversos foros, hasta en las nulidades hay clases, y no toda nulidad lisa y llana implica que se solucionó el fondo de la controversia; aunque la parte demandante obtenga la máxima de las nulidades, si no estudiamos el fondo, dejamos viva la disputa, no hay reconciliación, no hay reintegración ni corrección, no hay educación y, por ende, probablemente no habrá cambio, solo repetición o reincidencia.


Cuando un tribunal omite o distorsiona cuestiones sustantivas, no solo incumple la exhaustividad: deteriora la imparcialidad percibida y, con ello, la confianza pública. Y si la sentencia “para efectos” corrige vicios intrascendentes para que el asunto regrese al punto de partida, lo único que hacemos es posponer la justicia, contrariando el mandato de prontitud.


Mariano Azuela Güitrón lo dijo con precisión: la función jurisdiccional no consiste en “quitarse asuntos de encima” a golpe de rigorismo y exigencia de formalismos. Si es previsible que, aun subsanadas formalidades menores, la resolución combatida será la misma, evitar el fondo es antipedagógico y antieconómico. El tiempo —no solo el argumento— define la experiencia de justicia y marca la relación de la ciudadanía con sus instituciones.


Lo anterior es acorde con los ajustes que requiere el contencioso administrativo: plazos claros y consecuencias proporcionales por su incumplimiento. Plazos para admisión, sustanciación, cierre de instrucción y sentencia; etapas identificables y medidas correctivas ante mora injustificada: informes públicos de rezago, reasignación temporal de cargas de trabajo cuando se justifique, apoyos extraordinarios e incluso el fincamiento de responsabilidad administrativa cuando la demora se reitera sin causa.


Lejos de ser un mecanismo de presión ciega sobre las personas juzgadoras y sus operadores, los plazos robustecen la seguridad jurídica. La ciudadanía sabe cuándo habrá decisión y qué ocurrirá si el Tribunal se retrasa. Juzgadores, autoridades y litigantes pueden planificar su actuación con mayor certidumbre. Y el Tribunal gana algo intangible y esencial: confianza.


También importa cómo gestionamos el procedimiento. La medición de tiempos, la gestión de la información para tomar decisiones, una justicia en línea que funcione de verdad, el lenguaje claro y la exhaustividad real no son accesorios: son las herramientas para que el artículo 17 se convierta en resultados verificables y en una cultura de servicio, cercanía y rendición de cuentas con tolerancia cero a la corrupción. Un calendario de trabajo no es enemigo de la justicia de fondo: es su aliado.


Un contencioso ágil, claro y humano requiere plazos con dientes y consecuencias proporcionales; requiere personas, plataformas y presupuesto acordes con su responsabilidad, pero sin privilegios injustificables. Poner orden en los tiempos no es renunciar a la calidad argumentativa, es permitir que esa calidad llegue a quienes la esperan, a tiempo, con pertinencia y en términos absolutos, eliminando el “y ahora qué sigue”.


Siguiendo el espíritu del artículo 17, necesitamos un juicio que resuelva pronto, de manera completa e imparcial, con vocación de servicio público centrada en la gente. Que “el próximo mes sale su asunto” se convierta en “ya lo resolvimos”. Porque cuando la justicia llega a tiempo y decide sobre el fondo, no solo dicta sentencia: devuelve certidumbre y reconstruye confianza desde la honestidad y la transparencia.

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