Por Selene Cruz Alcalá
En las democracias contemporáneas, uno de los debates más complejos y persistentes es el que enfrenta a las mayorías políticas con los derechos de las minorías. ¿Quién debe tener la última palabra cuando lo que se ha decidido en el Congreso —por mayoría— parece vulnerar los derechos de una parte más pequeña, pero excluida, de la población?
México no es ajeno a esta tensión. En un país donde las desigualdades estructurales atraviesan cada aspecto de la vida pública, este dilema cobra una relevancia particular. No se trata solo de un problema jurídico; es también una cuestión profundamente política.
La teoría constitucional ha ofrecido diversas visiones sobre este asunto. Hans Kelsen confiaba en la primacía del derecho, y propuso el tribunal constitucional como árbitro final de los conflictos entre la legalidad y la legitimidad democrática. Jeremy Waldron se inclina más por los legisladores. La discusión sigue abierta. Y las preguntas también.
Hoy, los tribunales constitucionales son con frecuencia acusados de ser instancias “contramayoritarias”. Se les reprocha frenar decisiones tomadas por representantes elegidos democráticamente. Pero vale la pena detenerse a pensar: ¿qué hay detrás de prácticamente todos estos conflictos? Lo que hay son personas y lo que se debate son los alcances de los derechos. Así, por ejemplo, nuestra Constitución tiene un claro mandato para frenar las desigualdades. Esos son precisamente los derechos sociales. Cuando una ley no garantiza algún derecho establecido en la Constitución, se espera que el Tribunal Constitucional corrija esta situación. Eso no quiere decir que los tribunales constitucionales deban intervenir continuamente para enmendarle la plana a los legisladores. Lo que significa es que las intervenciones de los Tribunales deben ser puntuales y estrictamente ajustadas al texto de la Constitución.
Quizás la pregunta más importante no sea si el tribunal constitucional debe actuar de forma contramayoritaria, sino si está preparado para identificar qué derechos debe salvaguardar y ese Tribunal también debe tener la sensibilidad suficiente para entender los contextos de exclusión y desigualdad. Para ello debe garantizar el acceso a la justicia y asegurar que sus decisiones efectivamente resuelvan los problemas de las personas.
En momentos en que se debate el futuro de la Suprema Corte y su papel dentro del sistema democrático, no se trata solo de elegir nombres. Se trata de discutir qué tipo de tribunal constitucional queremos y necesitamos.
Uno que vea la Constitución y la ley como herramientas vivas, no como murallas. Uno que defienda principios, no intereses. El dilema sigue vigente. Y la respuesta, tal vez, no esté en elegir entre mayorías o minorías, sino en construir instituciones que entiendan la complejidad de un país como México. Instituciones que escuchen más allá de las cifras y actúen en favor de quienes más necesitan justicia.