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LA REFORMA JUDICIAL COMIENZA CON LOS JUECES

 

Más allá de cualquier argumento, esa es la percepción y queda claro que nuestro sistema judicial necesita una reforma urgente.

No me refiero a medidas cosméticas, como impedir que la sobrina de un magistrado trabaje con otro, o a la disparatada propuesta de despedir a todos nuestros juzgadores y empezar de cero, eligiendo reemplazos por votación popular. Pero si la percepción es tan mala, algo debe hacerse.

Quizás lo más eficaz sea simplificar procedi- mientos para acabar con los formalismos excesivos, donde lo importante es cumplir con los pasos de un proceso, independientemente de que el dueño de un inmueble lo pierda o de que un inocente termine tras las rejas, por no ceñirse a estos formalismos.

A la mujer y al hombre de a pie les tienen sin cui- dado las sutilezas jurídicas. Lo que exigen es que se resuelvan sus problemas. Por ello, en 1992 se creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que representó un duro golpe para los poderes ju- diciales: ya que ustedes no hacen su trabajo con rapidez, fue el mensaje, otros tendrán que hacerlo. Si bien las recomendaciones de la CNDH care- cían de carácter vinculatorio, supuso admitir que algo andaba mal con quienes tenían que garantizar esos derechos. Implicó también una presión para acelerar trámites y denunciar insuficiencias de la policía, médicos de hospitales públicos o cualquier

autoridad que incumpliera su tarea.

Estas insuficiencias explican que se hayan echado a andar programas de justicia, también cotidiana y se hayan emprendido reformas constitucionales

como la existencia de mecanismos alternativos de controversias, así como la obligación de las autoridades de “privilegiar la solución del conflicto sobre los formalismos procedimentales”.

También que se hayan establecido juicios orales y públicos que nos permitieran constatar la forma en que razona un juez y dicta sentencia.

Pero nada será suficiente mientras padezca- mos el farrago que, con pretexto de la seguridad jurídica, constatamos en nuestras leyes. “A más leyes”, advirtió Tácito, “más corrupción”. “Las malas leyes”, añadió Edmund Burke, “son la peor forma de tiranía”. Ambos tenían razón.

Las malas leyes son oscuras, complejas y con- tradictorias. Exigen intérpretes calificados que puedan comunicarse si no con los dioses o espíritus, sí con los operadores del sistema jurídico. Esto puede dar de comer bien a los intérpretes, pero provoca desconfianza y hasta miedo en los justicia- bles. “Entre abogados te veas”, reza la maldición. En la antigua Babilonia, los juicios divinos impli- caban meter a un acusado al río para ver si el dios fluvial lo absolvía o castigaba. Lo que se medía era la capacidad pulmonar de un indiciado. Hoy, no hemos mejorado mucho: la justicia la determina la destreza argumentativa de un grupo de litigantes, su capacidad para hallar una coma mal puesta, la ausencia de un sello o la contradicción de un testigo… no mucho más. Entrenados en un sistema de enorme cerrazón, producto de la tradición romano-canóniga, abundan los jueces que no se atreven a hacer hablar a la ley o a la Constitución más allá de su expresión literal.

No sugiero jueces justicieros que pretendan arreglar el mundo a su leal saber y entender, pero sí con más criterio. Que, al menos, expliquen por qué decidieron lo que decidieron: “Las sentencias que pongan fin a los procedimientos orales”, se lee en el artículo 17 de la Constitución, “deben ser explicadas en audiencia pública, previa citación de las partes”.

La explicación reciente de un juzgador del Esta- do de México es emblemática: liberó a un acusado de abuso sexual porque la presunta víctima, una niña de cuatro años, “no proporcionó el domici- lio donde fue abusada”. Estas explicaciones tan ramplonas provocan que se quiera desaparecer al sistema judicial.

Necesitamos mejores leyes con urgencia, re- pito, pero también mejores jueces: hombres y mujeres más capacitados, valientes y, sí, mejo- res comunicadores. Enseñar a nuestros jueces asumir su compromiso con la sociedad, con una interpretación audaz e imaginativa de códigos y reglamentos, les permitirá explicar mejor por qué decidieron como decidieron. A nosotros, los ciudadanos, nos ayudará a confiar más en ellos.