Por: Mtra. Rebeca Nader López.
El conductor de Uber ajusta el retrovisor y sigue la ruta indicada en su aplicación. La pasajera, notoriamente impaciente, le exige que acelere, que tome otra calle, que avance a la velocidad que ella quiere. Él le explica que debe seguir las reglas de tránsito; le solicita terminar el viaje y bajarse. Ella no lo escucha, en su lugar amenaza con denunciarlo por acoso, “avanza o te avientas cinco años de cárcel”. El silencio se apodera del auto. La cámara sigue grabando.
En otra escena, en un pequeño negocio, una joven y su madre están molestas con el vendedor; su pedido no se entregó a tiempo. La discusión se torna agresiva. La joven golpea el celular del hombre. El hombre le advierte: la denunciará si daña su celular. Ella sin titubear contraataca “Yo te mando al bote por intento de violación…” La amenaza flota en el aire, pesada y lapidaria.
Otra historia similar en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Un hombre y una mujer discuten acaloradamente. La razón del conflicto: cumplimiento a reglas del estacionamiento. La mujer espeta con frialdad, “me haces algo y allá afuera nos vemos, porque recuérdalo, eres hombre”. La sentencia resuena con peso inequívoco: en ese instante el género del interlocutor protagoniza el conflicto.
Estos episodios, entre otros, han encendido un debate profundo y necesario sobre el mal uso de los mecanismos de protección diseñados para atender la violencia que hoy en día afecta a miles de mujeres y niñas en México. Se trata de una reflexión imprescindible: ¿Qué sucede cuando las herramientas creadas para protegernos con la celeridad y adecuación requeridas son utilizadas con fines ajenos a la protección? ¿Cuáles son los impactos de utilizar dichos mecanismos para amedrentar, extorsionar, someter o incluso destruir la reputación de otra persona sin justificación legítima?
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En el presente artículo, propongo cinco graves consecuencias:
Los recursos institucionales destinados a prevenir, atender y sancionar la violencia de género se ven desviados hacia casos infundados. Esto implica el uso innecesario de capital humano, presupuesto y tiempo, debilitando la capacidad institucional para combatir verdaderos actos de violencia contra las mujeres y niñas.
Por otro lado, la saturación del sistema judicial por denuncias sin sustento retrasa la atención de casos legítimos y desgasta a los operadores jurídicos. La carga excesiva de trabajo, sumada a la necesidad de atender e investigar acusaciones infundadas, merma la eficiencia del aparato de justicia y debilita la confianza pública en su funcionamiento. Como resultado, se fomenta la impunidad – y lo más grave- se merma la capacidad de atención a víctimas reales que buscan justicia y reparación.
La violencia contra las mujeres sigue cobrando vidas y obligando a muchas a recurrir a instancias administrativas y jurisdiccionales en busca de justicia. Sin embargo, la viralización de unos cuantos casos mediáticos genera una percepción colectiva errónea y sumamente dañina: “todas las mujeres denuncian falsamente”.
Este fenómeno tiene efectos devastadores. Durante décadas, se ha avanzado en la compresión jurisdiccional de que la mayoría de los actos de violencia de género, especialmente los de índole sexual, ocurren sin testigos directos, lo que hace que los estándares probatorios sean distintos a los de otros delitos. Gracias a estos avances, se ha reconocido en la actualidad, la preponderancia de la declaración de la víctima, como un medio de prueba fundamental, sin exigir otro tipo de pruebas gráficas o documentales imposibles de obtener en muchos casos.
Las denuncias falsas provocan que se cuestione la preponderancia del testimonio de las mujeres y niñas que actualmente enfrentan procesos judiciales legítimos, lo que implica revertir estos avances. Sembrar dudas sobre los testimonios de mujeres que han vivido violencia de género -un fenómeno aún tan común y prevalente-, puede incluso terminar afectando la credibilidad de quien alguna vez denunció en falsedad.
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En México la impunidad es alimentada por una alarmante cifra negra. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE), el 93% de los delitos no se denuncian debido a la desconfianza en las instituciones. Para las mujeres se agrava la situación. Denunciar significa atravesar un proceso complejo y desgastante al tener que enfrentar barreras socioculturales basadas en estereotipos de género, prácticas revictimizantes y una constante descalificación a su credibilidad.
En este contexto, la propagación del discurso que pone en duda el testimonio de las víctimas bajo la sombra de unos cuantos casos falsos disuade aún más las denuncias, lo que genera a su vez un doble problema.
Primero, el no denunciar un caso, impide su investigación y eventual juicio, sanción y reparación, lo que genera la percepción social de que la violencia contra la mujer es tolerada por nuestras autoridades. Esto fomenta su normalización y perpetuación, además de que incrementa la sensación de inseguridad y debilita la confianza en las instituciones encargadas de su protección.
Segundo, se pierden datos esenciales. Sin denuncias es imposible tener estadísticas clave sobre cómo, cuándo y dónde ocurren estos delitos. Información fundamental en el diseño de políticas públicas efectivas de prevención y combate a la violencia de género. No se puede enfrentar un problema cuya magnitud se desconoce.
Cuando el foco del debate se centra en la desconfianza hacia las denunciantes en lugar de en las barreras que impiden el acceso a la justicia, se aleja aún más a las mujeres del ideal de la denuncia. Es resultado es un círculo vicioso donde la impunidad se refuerza, la violencia de género se perpetúa y las políticas de prevención y atención carecen de una base sólida para su implementación.
En el peor de los casos, una denuncia falsa puede llevar a la cárcel a una persona inocente con consecuencias lamentables tanto a nivel individual como social. Más allá del daño irreparable a la vida de quien es injustamente acusado, estos casos refuerzan la visión punitivista que asocia la solución de la violencia contra las mujeres y niñas únicamente con el encarcelamiento, dejando de lado estrategias más efectivas como la educación, la prevención y la deconstrucción de patrones socioculturales basados en el sistema patriarcal.
Además, la injusticia de castigar a alguien sin culpa genera un profundo quiebre en el tejido social. Se alimenta el resentimiento y la polarización entre géneros, lo que en lugar de fortalecer la lucha por la igualdad, provoca enfrentamientos y desconfianza mutua. Esta fractura no se limita a afectar a quienes se ven directamente involucrados en estos casos, sino que también erosiona la paz social al promover una dinámica de confrontación y resentimiento en lugar de soluciones colectivas y estructurales.
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Gracias al movimiento feminista, hoy las mujeres somos dueñas de nuestro destino. Podemos votar, acceder a la educación, al trabajo, al deporte, decidir sobre nuestros cuerpos y, en general, sobre el curso de nuestro proyecto de vida. Pero estas libertades no nos fueron concedidas: son fruto de la lucha, esfuerzo y en muchos casos, de la vida de mujeres que desafiaron la represión, la violencia y la resistencia institucional. Cada derecho que hoy damos por sentado es el resultado de generaciones que se negaron a aceptar la opresión como destino.
Utilizar indebidamente los logros del feminismo —como sucede cuando se extorsiona o amenaza con denunciar falsamente violencia de género— no solo traiciona su legado, sino que debilita los derechos de las mujeres y niñas del presente y del futuro. Cada caso de manipulación de estos mecanismos se convierte en un arma contra la causa, la excusa perfecta para desacreditar la lucha feminista y frenar su avance. Alimenta el escepticismo, refuerza narrativas que minimizan la violencia y da herramientas a quienes buscan deslegitimarla.
Como mujeres y beneficiarias de las conquistas feministas, tenemos la responsabilidad de reconocer el profundo daño de denunciar falsamente o amenazar con hacerlo. La invitación es a ser conscientes y responsables con nuestras acciones, a tener siempre en cuenta que lo que podría parecer un abuso individual es, en realidad, un golpe directo a la credibilidad de todas las mujeres víctimas y a los sistemas de prevención y protección que nos resguardan.
La lucha por la igualdad no puede sostenerse sobre una justicia distorsionada, porque, tarde o temprano, se derrumbará. Si queremos consolidar los derechos alcanzados y seguir avanzando, debemos actuar con estrategia, ética y responsabilidad. Cada una de nuestras palabras y acciones cuenta: son ellas las que definirán el futuro de nuestra causa y la solidez de los mecanismos diseñados para protegernos.