Por: Claudia Valle Aguilasocho
Nuestro sistema de justicia arrastra una deuda histórica: la falta de condiciones equitativas para que todas las personas —especialmente quienes se encuentran en situación de desventaja— accedan a ella. Si queremos transformar de fondo la realidad actual, es impostergable eliminar las barreras que han generado exclusión y discriminación, dejando con ello de garantizar el ejercicio efectivo de los derechos.
Conforme a datos de 2022 documentados por el INEGI, 24 de cada 100 personas en México ha sufrido algún acto discriminatorio, en tanto que, en un 20% de los casos se negó injustificadamente la protección de alguno de sus derechos. Parte del problema, como se indica en el estudio realizado, radica en la falta de información accesible y de apoyo jurídico para hacerlos valer, lo que perpetúa la desigualdad y la desconfianza en las instituciones.
En el ámbito de la justicia electoral, la Sala Superior del TEPJF ha emitido decisiones relevantes que protegen los derechos político-electorales de mujeres, de grupos de la diversidad sexual, de pueblos y comunidades indígenas, así como de personas con discapacidad, quienes en forma marcada enfrentan obstáculos y violencia. No obstante, el avance alcanzado a partir de esos criterios que llaman a su representación en los espacios de toma de decisiones y de autoridad, estamos lejos de revertir el rezago acumulado en décadas.
Por ello, quienes tenemos la responsabilidad de impartir justicia debemos, desde una perspectiva empática y garantista, restar espacio a las condiciones de exclusión que enfrentan. Es momento de suscribir un pacto firme por la inclusión y los derechos sin discriminación, que impulse propuestas y convoque al resto de las autoridades electorales a sumar esfuerzos.
Cada sentencia debe reconocer los efectos de la exclusión y contribuir activamente a su corrección, mediante medidas de reparación y restitución que se cumplan a cabalidad. Solo así lograremos que el derecho deje de ser algo intangible y se convierta en herramienta de transformación.
Para alcanzar este objetivo, es imprescindible fortalecer los programas de capacitación en derechos humanos con enfoque transversal y aplicación práctica. Impulsar espacios sostenidos de vinculación entre tribunales e institutos electorales, que permitan compartir buenas prácticas, armonizar criterios y fortalecer el diálogo institucional. Todo ello deberá ir de la mano de alianzas interinstitucionales, tanto a nivel federal como estatal, con organismos públicos en materia de derechos humanos y combate a la discriminación.
En segundo orden, deberemos ampliar las capacidades de la defensoría pública, con el objetivo de garantizar el acceso efectivo a asesoría jurídica gratuita a un universo amplio de personas, sin importar su condición social, económica o cultural. Esto debe completarse con el diálogo y cercanía con grupos en situación de desventaja y organizaciones de la sociedad civil, para que las personas conozcan —en forma sencilla y clara— cuáles son sus derechos y los criterios que les favorecen.
Una justicia que excluye, no es justicia. Restemos a las desigualdades, derrotemos las barreras estructurales que han marginado a quienes más necesitan del sistema. El compromiso es claro: asegurar que todas las personas ejerzan todos sus derechos, sin obstáculos ni distinciones. Hacerlo fortalece la democracia y da bases a un mejor estado de derecho.