Por: Jorge Nader Kuri
La historia de la criminología en México no puede entenderse sin la existencia —ni mucho menos sin la influencia— de la Sociedad Mexicana de Criminología. En este año se cumplen cinco décadas desde su fundación, y el aniversario constituye no solo una efeméride digna de celebrarse, sino también una oportunidad para reflexionar, con sentido crítico y memoria activa, sobre los aciertos, las deudas y los retos pendientes de una ciencia que aspira a comprender, prevenir y transformar las causas del delito y las respuestas institucionales frente a él.
Fundada en 1974, en un contexto donde comenzaban a madurar los primeros grandes debates sobre la política criminal del Estado mexicano y los derechos humanos, la Sociedad Mexicana de Criminología nació como un espacio plural para la articulación entre académicos, juristas, operadores del sistema penal y estudiosos de las ciencias sociales. Su objetivo inicial, ambicioso y visionario, fue generar un diálogo interdisciplinario capaz de superar el reduccionismo jurídico y la mirada punitivista que tradicionalmente había dominado las respuestas al fenómeno criminal.
Desde entonces, la Sociedad ha contribuido de manera determinante a la formación de generaciones de criminólogos y penalistas, al impulso de investigaciones relevantes, y a la consolidación de la criminología como un campo del conocimiento autónomo, con herramientas propias pero también en constante diálogo con el derecho penal, la sociología, la psicología y la política pública.
No es exagerado afirmar que, sin la labor sostenida de la Sociedad Mexicana de Criminología, la evolución de la ciencia penal mexicana —y su vocación garantista y crítica— no habría alcanzado la profundidad que hoy la caracteriza.
Toda institución con verdadera vocación académica debe su identidad tanto a las ideas que promueve como a las personas que la impulsan. La Sociedad Mexicana de Criminología fue impulsada, entre otros, por tres figuras fundamentales: Mariano Piña Palacios, Alfonso Quiroz Cuarón y Luis Rodríguez Manzanera. Cada uno aportó no solo conocimiento, sino también compromiso con la realidad nacional.
Piña Palacios, con una visión humanista del derecho penal, fue un precursor en el estudio del delincuente como sujeto social, y no como simple infractor. Quiroz Cuarón, pionero de la criminología científica en México, tendió puentes entre la práctica forense y la criminología académica, consolidando una mirada integral del hecho delictivo. Rodríguez Manzanera, por su parte, dedicó su vida a la construcción de una criminología con orientación internacional y vocación transformadora, formando discípulos, fundando instituciones y escribiendo obras que siguen siendo referencia obligada.
A través de sus liderazgos, la Sociedad se consolidó como un foro de pensamiento riguroso, profundamente vinculado con los problemas reales del país y con una convicción ética que trasciende modas académicas o intereses burocráticos.
Cinco décadas de existencia permiten trazar un mapa de la evolución del pensamiento criminológico en México. Si en los años setenta y ochenta predominaba una mirada causal-jurídica del delincuente, con el tiempo la criminología mexicana fue incorporando enfoques estructurales, psicosociales y políticos.
La transición democrática del país, el colapso de los viejos paradigmas penitenciarios, el crecimiento exponencial del crimen organizado y la crisis del sistema de justicia penal obligaron a repensar el papel de la criminología no como una disciplina neutral, sino como una ciencia comprometida con la justicia, la prevención eficaz y la protección de los derechos humanos.
En ese proceso, la Sociedad Mexicana de Criminología ha sido testigo —y muchas veces protagonista— de debates cruciales: ¿cuál es la función real de la prisión? ¿cómo entender el delito más allá de su tipificación legal? ¿qué papel juega la desigualdad estructural en la construcción de trayectorias criminales? ¿qué límites éticos debe tener la política criminal del Estado? ¿cómo articular saber criminológico con política pública sin perder independencia crítica?
Frente al populismo punitivo, la criminalización de la pobreza, y la expansión de los poderes discrecionales del Estado, la criminología tiene hoy más que nunca una responsabilidad epistémica y ética: producir conocimiento útil para comprender las causas del delito, pero también denunciar las fallas estructurales que lo perpetúan.
A lo largo de estos cincuenta años, la Sociedad ha sorteado con éxito la tentación de convertirse en una estructura burocrática o en una academia encerrada en sí misma. Su vitalidad radica en su capacidad para renovarse sin perder el hilo de su misión fundacional. La existencia de filiales estatales, congresos anuales, publicaciones especializadas y actividades formativas ha permitido extender su impacto más allá del círculo capitalino y convocar a nuevas generaciones de profesionales comprometidos con el estudio y la transformación de la justicia penal.
La criminología mexicana —y su principal órgano articulador, la Sociedad— enfrenta ahora nuevos desafíos. El auge de los delitos cibernéticos, las mutaciones del crimen organizado, la violencia feminicida, la fragmentación de los sistemas penitenciarios, la militarización de la seguridad pública y la desconfianza ciudadana hacia las instituciones de justicia exigen una criminología capaz de integrar métodos rigurosos, conciencia crítica y vocación pública.
No basta con estudiar el delito. Hay que interrogar también las condiciones que lo producen, los discursos que lo justifican, y las respuestas que lo reproducen.
Celebrar 50 años de historia no es mirar al pasado con nostalgia, sino comprometerse con el futuro con mayor responsabilidad. La Sociedad Mexicana de Criminología debe seguir siendo un faro, una voz y una escuela. Porque en un país lacerado por la violencia, el estudio científico del delito no es un lujo académico, sino una necesidad democrática.