Por Dora Alicia Martínez Valero
¿Qué pasaría si un megaproyecto llegara a tu comunidad sin preguntarte nada, alterando tu entorno, tu cultura y tu forma de vida? Para múltiples pueblos indígenas en México, esto no es una hipótesis: es una realidad constante. La consulta previa, libre e informada —un derecho reconocido a nivel internacional— sigue siendo, en muchos casos, letra muerta.
Este mecanismo, consagrado en el Convenio 169 de la OIT y reforzado por la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, exige que el Estado consulte a las comunidades indígenas antes de implementar medidas que las afecten directamente. Más que un trámite administrativo, la consulta es un diálogo intercultural que reconoce la autonomía de estos pueblos y su derecho a decidir sobre su desarrollo económico, social y cultural.
Para ser válida, una consulta debe ser previa, libre, informada, culturalmente adecuada y realizada de buena fe. Sin embargo, su implementación en México ha sido deficiente: los intereses económicos y políticos suelen imponerse a los derechos colectivos.
Aunque este derecho no equivale a un veto automático, sí obliga al Estado a buscar el consentimiento de las comunidades, sobre todo en proyectos de gran impacto. La omisión de este proceso ha provocado conflictos sociales, crisis ambientales y desconfianza institucional.
Un caso emblemático ocurrió en 2013, cuando la tribu yaqui en Sonora logró que la Suprema Corte suspendiera parcialmente el Acueducto Independencia, construido sin consultarles. El proyecto desviaba agua del río Yaqui, esencial para su subsistencia y cosmovisión. Aunque se ordenó una consulta retroactiva, fue severamente criticada por convertirse en un trámite sin sustancia ni respeto cultural.
Otro ejemplo se dio en 2015 en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, donde comunidades zapotecas denunciaron la instalación de parques eólicos sin haber sido consultadas. La justicia federal suspendió los proyectos tras confirmar que se ignoraron los procesos tradicionales de decisión. La falta de consulta generó conflictos comunitarios, daños ambientales y pérdidas económicas para las empresas, evidenciando que el respeto a este derecho no solo protege a las comunidades, sino que también brinda certeza jurídica.
Más allá de lo legal, las consecuencias humanas son profundas: desplazamientos forzados, destrucción de sitios sagrados, pérdida de conocimientos ancestrales y fragmentación del tejido social. La constante omisión de este derecho ha sembrado una desconfianza estructural hacia las instituciones del que también es su Estado.
México requiere con urgencia un marco normativo claro, vinculante y culturalmente pertinente sobre la consulta indígena, así como instituciones capacitadas para dialogar en igualdad de condiciones con los pueblos originarios.
Como sociedad, el verdadero desafío es reconocer y confrontar el racismo estructural que invisibiliza los derechos indígenas. Respetar su voz no es un favor ni un obstáculo al desarrollo: es una condición básica para la justicia social y para la construcción de un país donde quepan todas las formas de vida.
Sin consulta no hay consenso, y sin consenso no hay justicia.