Por Dora Alicia Martínez Valero
La justicia debe ser completa o no es justicia. Esta verdad se desvanece cuando hablamos de mujeres víctimas de violencia.
Mientras conmemoramos el Día Internacional de la Mujer este 8 de marzo es urgente visibilizar una de las deudas más graves que el Estado mexicano mantiene con nosotras: el acceso efectivo a la justicia.
Como abogada, he sido testigo de cómo el sistema judicial sigue siendo uno de los espacios donde la discriminación hacia las mujeres se manifiesta con mayor crudeza.
Miles de carpetas de investigación y denuncias se acumulan sin respuesta, cientos de feminicidios quedan impunes; otros, ni siquiera se investigan y los procesos judiciales se convierten en experiencias revictimizantes que desalientan a muchas a seguir adelante.
Si bien, el feminicidio es la peor muestra de violencia contra las mujeres, no es la única. La psicológica, económica y simbólica, también deben ser erradicadas.
El sistema de justicia debe evolucionar para comprender que estas formas de violencia, aunque menos visibles, son parte de una continua opresión y subordinación que tienen consecuencias devastadoras. Todas, deben combatirse con la misma determinación.
La violencia simbólica refuerza desigualdades y se intensifica en grupos vulnerables. Las mujeres indígenas y afromexicanas enfrentan una triple barrera: ser mujeres en un sistema patriarcal, pertenecer a comunidades históricamente marginadas y, a menudo, vivir en contextos de pobreza que limitan su acceso a recursos legales.
Es imprescindible crear mecanismos de acceso que reconozcan estas realidades específicas. Necesitamos una justicia con perspectiva de género en todos los niveles, desde los ministerios públicos hasta los tribunales constitucionales.
Quienes operan el sistema jurídico requieren capacitación integral que les permita despojarse de prejuicios y estereotipos que obstaculizan el acceso a la justicia para las mujeres.
Más grave aún, la impunidad en casos de violencia contra las mujeres, no es sólo un fallo del sistema judicial sino un mensaje social que perpetúa la idea de que la vida y la dignidad de las mujeres vale menos. Cada vez que una denuncia no prospera o un agresor queda libre por tecnicismos legales, el Estado refuerza esa idea y daña la confianza en la justicia.
El activismo de las mujeres ha logrado que seamos reconocidas como sujetas de derechos y ha cambiado la conversación pública. Hoy se reconocen jurídicamente múltiples formas de violencia antes invisibilizadas. Sin embargo, este avance formal no se ha traducido en mecanismos eficientes de acceso a la justicia.
Es urgente fortalecer las herramientas contra la violencia de género y crear procesos de denuncia menos revictimizantes. Necesitamos protocolos específicos para la atención de mujeres víctimas en todas sus formas y sistemas de seguimiento que garanticen que las denuncias no quedarán archivadas.
Este 8 de marzo debemos renovar nuestro compromiso con una transformación profunda del sistema de justicia. La deuda histórica con las mujeres sólo podrá saldarse cuando la última mujer que busque justicia la encuentre de manera pronta, expedita y libre de sesgos discriminatorios.
Hoy no sólo conmemoramos las batallas ganadas, sino que nos preparamos para las que aún estamos dispuestas a pelear.
La igualdad ante la ley no debe ser un privilegio: es un derecho innegociable. La justicia para las mujeres no puede seguir siendo una promesa postergada; debe ser una realidad inaplazable.
Esta deuda sólo podrá saldarse cuando la última mujer que busque justicia la encuentre libre de discriminación.