Por Carlos Rico
Cierto es que, con motivo de la profunda e integral reforma que sufrió el sistema de justicia mexicano en el año dos mil ocho, fue judicializada la etapa de ejecución de las penas y medidas de seguridad, a efecto de que esa última fase del procedimiento, que antes solía ser minimizada, o, peor aún, olvidada, esté a cargo de un órgano jurisdiccional capacitado en la materia, en aras de fortalecer los derechos fundamentales, erradicar las malas prácticas, sintonizar el orden jurídico nacional con los estándares internacionales, así como recobrar la confianza y credibilidad de las instituciones encargadas de la aplicación de la justicia, que en el pasado fueron señaladas de actuar con opacidad y arbitrariedad.
Así, se abandonó el diseño en el que la autoridad penitenciaria se encargaba de aplicar de forma unilateral, sin necesidad de acudir a los tribunales ni de escuchar a las partes, el grueso de las normas de ejecución penal, especialmente de aquellas que guardaran relación directa o indirecta con la prisión; para transitar a un modelo en el que la autoridad judicial, conforme a un sistema acusatorio y adversarial, tiene la ineludible obligación de intervenir constante y permanentemente en la fase ejecutiva, asumiendo un rol activo para lograr el cumplimiento no nada más de la pena de prisión, sino de todas y cada una de las consecuencias penales, incluso de manera oficiosa cuando legalmente sea posible o hasta necesario, o bien, a través de las peticiones de las partes –entre ellas la autoridad penitenciaria-, quienes ahora están en condiciones de acudir ante una autoridad independiente e imparcial, para ser partícipes en la toma de decisiones que eventualmente tendrán un impacto en su esfera legal, todo ello bajo el prisma de los derechos humanos, la dignidad humana y la tutela judicial efectiva.
De ahí que la autoridad penitenciaria haya dejado de tener el amplio margen de acción que en el pasado le permitía operar como única instancia para decidir las cuestiones que se suscitaban a propósito de la ejecución de la pena de prisión, tales como designar el lugar donde debía ser compurgada, sustituirla por un beneficio penitenciario y en su caso suspenderlo o revocarlo, adecuarla y modificarla según el estado físico o de salud de las personas privadas de su libertad y ocuparse de las inconformidades que trataran de hacer valer las personas.
Ahora es la autoridad judicial la encargada de vigilar y en su caso controlar esas cuestiones citadas de manera ejemplificativa, así como de los otros aspectos que se vayan presentando durante el cumplimiento de la sanción privativa de la libertad y de las restantes consecuencias jurídicas penales, como los traslados, la impugnación de sanciones administrativas, la adecuación de las penas, la liquidación de la reparación del daño o los permisos humanitarios, de acuerdo a los procedimientos y medios que prevén las leyes de la materia, desentrañando su sentido y alcances a través de una interpretación acorde al principio pro homine, según el artículo 1° Constitucional.
Sin embargo, la práctica ha mostrado que, infortunadamente, en algunos casos, pese a que la fase de la ejecución ahora está bajo la dirección y supervisión de la autoridad judicial, no se han aplicado de forma completa, constante y eficaz las normas que regulan ese otrora nuevo paradigma, con la consecuente trasgresión a la división y especialización de funciones que nació a raíz de la ya lejana reforma constitucional citada de dos mil ocho.
Esto es así, porque se ha visto que, en ocasiones, la autoridad judicial ha elegido para el cumplimiento de la pena de prisión áreas destinadas para el internamiento por prisión preventiva, no ha declarado la extinción de la potestad estatal de ejecutar la pena de prisión respecto de sentenciados que incluso ya recobraron la libertad tras haber cumplido con la totalidad de esa sanción, ha omitido ordenar la devolución a las víctimas u ofendidos de los billetes de depósito u objetos que fueron exhibidos para cumplir con la reparación del daño, ha descuidado la vigilancia de los sustitutivos y beneficio penal, así como de los beneficios penitenciarios, pues desconoce si los sentenciados han cumplido o no con las obligaciones inherentes a ellos, ha mantenido la suspensión de derechos políticos aún cuando ya desapareció la situación legal que había motivado su aplicación, entre otras cuestiones más.
Tales situaciones, que para algunos podrían ser cuestiones de poca importancia, representan verdaderas deficiencias y omisiones que no pueden ni deben tener cabida en un procedimiento penal, pues con ellas se tornan nugatorios los motivos por los cuales fue regulada la ejecución de las consecuencias penales, generando un retroceso indebido a un sistema que privilegia el respeto absoluto por los derechos fundamentales de las personas y el cumplimiento de las obligaciones estatales, dificultando la reconstrucción del tejido social previamente dañado.
Así las cosas, resulta preciso buscar y encontrar ya una solución justa para erradicar de manera contundente y efectiva la pasividad, indiferencia y desatinos mostrados por la autoridad judicial en la ejecución de ciertas consecuencias penales, que ha traído como consecuencia restricciones y suspensiones injustificadas en el ejercicio y goce de derechos como la seguridad jurídica, la reinserción social y la reparación integral del daño.
La reciente reforma judicial se erige como una oportunidad real para hacerle frente a dicha situación inaceptable y contraria al espíritu constitucional en la que han incurrido ciertos órganos jurisdiccionales, dado que las personas que resulten electas para la función judicial necesariamente tendrán que cumplir con todas y cada una de las funciones inherentes a su respectivo cargo, dado el compromiso de contribuir con el acercamiento real que debe existir entre la población y el poder judicial, haciéndolo en apego a la legalidad, pero con equidad y sentido social, atentas a los cambios económicos, sociales, culturas y políticos que se presenten en el transcurso del tiempo, para que, lejos de permanecer pasivas, tomen las decisiones que mayor beneficio le reporten a las personas y actúen en consecuencia, siempre bajo el escrutinio de la sociedad.
En ese sentido, atendiendo a que para este momento ya se encuentran integradas las listas de las personas que participarán en la designación democrática de jueces, magistrados y ministros, a través del voto popular, es necesario que la ciudadanía se involucre activamente en el proceso electoral judicial, siendo funcionarios de casillas, participando como observadores, conociendo a los candidatos, eligiendo a los más capacitados y votando por ellos el uno de junio de dos mil veinticinco.
De esta forma, podrá alcanzarse el cometido de implementar en su totalidad la fase de la ejecución penal, precisamente en los términos y condiciones que contemplan las leyes respectivas, a fin de que, junto con otros mecanismos, se abone a la paz y armonía que debe permear en la sociedad mexicana.