Del miedo a la legitimidad: hacia una Justicia Fiscal Terapéutica
Por Luis Enrique Osuna Sánchez
Durante décadas, gran parte de los sistemas tributarios del mundo fueron diseñados bajo una lógica de control y desconfianza permanente. Se pensaba que el miedo era el camino más adecuado para incrementar el cumplimiento y que la fiscalización debía operar como una maquinaria disuasiva, no como un puente entre el Estado y la ciudadanía. Ese modelo, en algunos países, produjo resultados recaudatorios en el corto plazo, pero dejó un ambiente tóxico: fracturó la confianza entre la administración tributaria y los contribuyentes y normalizó que el poder tributaria lástima más de lo que ordena.
Hoy sabemos que ese paradigma está rebasado. El verdadero desafío tributario del siglo XXI no es técnico ni financiero, es profundamente humano. La tributación ha olvidado algo esencial: detrás de cada Registro Federal de Contribuyentes hay una persona que siente, que vive incertidumbre, que atraviesa crisis, que resiente la injusticia. El enfoque fiscal tradicional redujo la tributación a una operación matemática y dejó de mirar su dimensión emocional, psicológica y social. Y cuando el sistema deja de ver personas, inevitablemente empieza a producir daño institucional.
La ciencia empírica ha comenzado a revelar algo que durante años fue negado: la fiscalidad tiene consecuencias emocionales reales. No es el pago del impuesto en sí lo que desgasta a las personas, sino el modo en que opera el sistema. El profesor Joseph Bankman, de Stanford, lo ha demostrado con claridad: millones de personas viven lo que él llama ansiedad fiscal, una forma de estrés crónico derivado de procesos intimidantes, lenguajes hostiles y procedimientos incomprensibles. El estudio Happy Taxpayers? Income Taxation and Well-Being (Akay et al., 2012) confirmó ya hace más de una década que pagar impuestos no reduce el bienestar; lo que lo reduce es la percepción de injusticia y el maltrato institucional.
Lo más preocupante es que esta evidencia no se limita a percepciones subjetivas. El Law Council of Australia (2021) documentó casos de contribuyentes vulnerables que transitaron en escenarios extremos: duelos familiares interrumpidos por embargos fiscales, personas con cáncer sometidas a presión fiscal punitiva, historias de contribuyentes con depresión y, en casos límite, ideación suicida como consecuencia directa de auditorías agresivas. Los resultados anteriores coinciden con lo que encontré durante mi investigación doctoral que realicé en Australia entre 2007 y 2001.
Este no es un argumento romántico; es un diagnóstico institucional: un sistema diseñado para recaudar sin mirar el daño que causa termina corrompiendo su propia legitimidad.
La mayoría de las administraciones tributarias operan bajo un supuesto equivocado: que todos los contribuyentes están en igualdad de condiciones de cumplir. Pero eso es equivocado. Hay personas emocionalmente devastadas enfrentando requerimientos fiscales; hay familias arruinadas por emergencias sanitarias que reciben créditos fiscalmente desproporcionados; hay contribuyentes honrados en estado de crisis que son tratados como delincuentes por equivocarse al llenar una declaración electrónica.
A esto se le conoce como vulnerabilidad fiscal: la condición emocional, mental o social que limita la capacidad real de un contribuyente para cumplir con sus obligaciones tributarias. No es un invento teórico; es una realidad cotidiana y está documentada. La evidencia internacional muestra que, cuando el sistema ignora esas condiciones humanas, produce sufrimiento innecesario y destruye la moral tributaria y el cumplimiento voluntario de obligaciones sobre las cuales descansa la recaudación. No todos los que fallan al sistema son evasores; hay personas que simplemente están quebradas emocionalmente. Y la justicia no puede ser indiferente a eso.
Ahora bien, es necesario hacer una precisión que equilibre esta reflexión: defender una justicia tributaria con rostro humano no significa justificar la evasión ni indulgencia con la ilegalidad tributaria. Esta visión no desconoce —al contrario, denuncia— la existencia de evasión estructural que opera desde plataformas empresariales sofisticadas, con ingeniería financiera ilícita, venta de facturas, simulación y desplazamiento artificial de utilidades a paraísos fiscales. Ese fenómeno es una traición al pacto social y un atentado directo contra la igualdad tributaria: cuando quienes más riqueza generan logran eludir sus obligaciones mediante estrategias agresivas o ilegales, el costo recae injustamente sobre trabajadores, profesionales y pequeñas empresas. Por ello, esta postura afirma una doble ruta ética: tolerancia cero frente al fraude y los privilegios fiscales abusivos, y tolerancia cero frente a las consecuencias negativas innecesarias que produce la administración tributaria en el bienestar emocional de los contribuyentes. Justicia es ambas cosas al mismo tiempo: firmeza ante la evasión fiscal dolosa y humanidad ante la vulnerabilidad genuina.
Frente a esta realidad compleja, propongo un nuevo paradigma: la Justicia Fiscal Terapéutica. Inspirada en la Justicia Terapéutica desarrollada por David Wexler y Bruce Winick, esta propuesta no significa suavizar la autoridad del Estado, sino civilizarla. No es un modelo “blando”; es un modelo inteligente. No busca menos recaudación, sino recaudación sana y sostenible. No pide renunciar a la autoridad, pide abandonar el abuso.
Se sostiene sobre tres principios:
- Humanizar la fiscalización: ser firme sin dañar, escuchar antes de sancionar, distinguir entre error involuntario, vulnerabilidad y dolo.
- Reconocer la vulnerabilidad fiscal: no para perdonar obligaciones, sino para evitar daño humano evitable y restaurar la legitimidad del sistema.
- No maleficencia fiscal: toda actuación tributaria debe evitar causar daño emocional, psicológico o social innecesario. La fiscalidad también debe reconocer límites éticos.
El impuesto es parte del contrato social y quien genera riqueza debe contribuir. Pero para que el sistema funcione necesita algo que ningún código fiscal puede imponer: confianza. El miedo genera cumplimiento endeble; la legitimidad, cumplimiento perdurable. No se trata de elegir entre eficacia y humanidad; se trata de comprender que una autoridad que respeta es más respetada y legitima que una que intimida.
Hoy la pregunta no es si podemos recaudar más. La pregunta es si vamos a seguir haciéndolo a cualquier costo. La autoridad fiscal tiene derecho a perseguir la evasión; pero no tiene derecho a dañar personas en el proceso. El Estado tiene derecho a exigir cumplimiento; pero también tiene la obligación de cumplir con un principio elemental del derecho: cuidar la salud mental de los ciudadanos.
Ha llegado el momento de escribir otra historia tributaria. Una donde la justicia tributaria no sacrifique la dignidad humana. Una donde el cumplimiento no sea producto del miedo, sino de la convicción social, de una genuina cooperación. Una donde el contribuyente deje de ser tratado como enemigo. Una donde la ley recupere su vocación más alta: proteger al ciudadano.
La tributación debe servir a la vida, no lastimarla.

