Por: Victor Hugo González Rodríguez
Ser penalista representa dedicar la vida al delito. El odontólogo vive de los dientes, el músico del sonido, el poeta de los sueños, el médico del cuerpo humano, el psicólogo de la mente, el pájaro carpintero de la madera y el penalista lo hace del delito.
El penalista puede incursionar en diferentes ámbitos, el Poder Ejecutivo, el Legislativo o el Judicial. El Poder Judicial, para el Derecho Penal, representa, quizá, la más empírica de las tres tareas.
Desde la judicatura se puede actuar como persona juzgadora, como fiscal o como postulante; en cualquier caso, la herramienta principal para un penalista es el delito.
Con el delito se exacerba el lado oscuro del alma; hay una persona víctima y otra imputada y las dos deben ser tratadas con igualdad.
Ser penalista implica sensibilidad para comprender a la víctima que reciente el delito, pero, también, muchas veces, y al mismo tiempo, sensato para abrazar a la persona imputada; esa dualidad fortalece el carácter y el amor al Derecho público del penalista.
La naturaleza del oficio penal atiende al quebrantamiento producido por el delito en la sociedad; al espíritu milenario de vivir en paz, con seguridad y con justicia. Refleja la idea de dar a cada quien lo que merece.
Ser penalista es mantener vigente la legalidad para que en cada acto y en cada decisión, de la boca de quien juzga o de quien pide justicia, emerja siempre la verdad. La verdad no sólo nos hace libres, nos hace felices porque prevalece el imperio de la Ley, que siempre, será más fuerte que cualquier persona, pues, sin dudarlo, es la plenitud del amor.
El penalista no conoce de amigos, de influencias, de intromisiones, es consciente que se depositan en sus manos los valores máximos de su comunidad, y como regalo, los atesora para que cuando las cosas finalicen, el delito produzca consecuencias y repare.
El delito es el que Platón prefiere resentir que producir; es lo que hacen las personas, aun y cuando la ley lo prohíbe; es un cúmulo de palabras en que el Legislador coloca las realidades imprescindibles de la sociedad; es el espejo de los mandamientos religiosos y las normas morales que acompañan nuestra historia; es el bien y es el mal. El delito es el insumo más preciado para el penalista, pero no por lo que significa, sino por lo que produce.
Ser penalista es dedicar la vida a la justicia; al estudio del derecho que exige del experto saberes integrales para solucionar cualquier problema, para dar respuesta a quien llama a la puerta de la justicia y espera ser atendido con prontitud, gratuidad, independencia, sabiduría y legalidad.
Ser penalista es honrar al maestro, a los demás y a sí mismo; apartarse de la infelicidad que produce la corrupción y el latrocinio.
Ser penalista es una tarea de tiempo completo; implica renunciar a momentos con la familia, con los amigos, con la recreación, el deporte, la academia, la vida misma; pues todo se centra en cumplir en plazos y permanentemente cargas de trabajo y necesidades ajenas pero propias, por vocación.
Ser penalista representa vivir con magnificencia intelectual, pero con pobreza franciscana; enriquecer el alma y vestir trapos limpios pero sencillos.
Ser penalista es asumir la responsabilidad de que un semejante juzgue a otro; desarrollar litigios con perspectiva de género, de infancia y materializar los derechos humanos de todas las personas, principalmente de los grupos minoritarios.
Ser penalista es decidir con razón la consecuencia del delito, pensando en que en ello se coloca la vida de las personas.
Ser penalista es convertir en una obra profesional los problemas humanos y sociales; apartarse de prejuicios para asumir objetivamente el área del Derecho con la que se mantiene el orden jurídico y más aún, se garantiza el futuro de la especie a pesar de los intereses individuales o de grupos.
Ser penalista es atender la libertad, que es lo más atendible de las personas.
Ser penalista es sobre todas las cosas, un privilegio.