Por Claudia Valle Aguilasocho
La justicia en México es costosa: tanto en su funcionamiento como en su acceso. Esta realidad, que debe cambiar, justifica uno de los ejes centrales de la reforma al Poder Judicial de la Federación: rediseñar y fortalecer las defensorías públicas para conformar una defensoría nacional que garantice el acceso efectivo a una defensa profesional y gratuita para quienes no pueden pagar representación legal privada.
Países como Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia y Canadá han adoptado marcos legales que aseguran que, sin importar la situación económica de sus ciudadanos, todas las personas puedan contar con asesoría jurídica experta y sin costo. En México, aunque la Constitución reconoce ese derecho, en la práctica las defensorías públicas, federales y estatales, resultan insuficientes.
A nivel federal, el Instituto Federal de la Defensoría Pública, concebido como órgano auxiliar del Poder Judicial de la Federación —el más consolidado hasta ahora— atendió en 2024 un total de 79,954 casos, con apenas 1,200 personas defensoras y asesoras jurídicas.
Tan solo en materia penal se atendieron 32,418 asuntos; en asesoría jurídica no penal, 46,769; en representación extraordinaria, 305; y en combate a la tortura, 460, según su informe estadístico de 2024.
En el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, comprometido con los derechos humanos y el acceso a la justicia, se crearon dos defensorías especializadas en derechos de ciudadanía: la primera, en 2016, enfocada en pueblos y comunidades indígenas; la segunda, en 2024, para casos de violencia política por razón de género.
Ese año, la defensoría indígena prestó 2,155 servicios con 13 personas; la de mujeres, 93 casos con solo 4 integrantes.
Una defensoría nacional tiene ante sí un reto mayúsculo. Es fundamental sumar esfuerzos institucionales y de sociedad civil para fortalecer la defensa de quienes enfrentan procesos penales, asuntos familiares, migratorios, de discapacidad o de diversidad sexual, sectores que enfrentan múltiples barreras y formas de discriminación.
Desde los tribunales, es posible y necesario impulsar acciones con función social: ofrecer capacitación, promover alianzas y generar condiciones que fortalezcan la defensa de los grupos más vulnerables. Esta convicción no es nueva para mí.
En 2013, desde la Sala Superior, impulsé la primera capacitación en litigio electoral para personas abogadas indígenas, en alianza con la entonces CDI (hoy INPI), con la visión de fortalecer su participación en la defensa de derechos políticos.
Hoy, sostengo que es indispensable retomar y ampliar ese tipo de acciones, mediante coordinación entre defensoría nacional e instituciones de justicia. También con la sociedad civil, abogacía organizada, defensoras de derechos humanos y litigio pro bono, se puede construir una cultura de defensa profesional, gratuita y subespecializada para quienes más lo necesitan.
Desde un enfoque pro derechos, estoy convencida de que tribunales y sociedad podemos y debemos sumar en esta causa común: que nadie quede sin defensa por falta de recursos.