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Prometer no empobrece

Por: César Hernández Aguilar

Entre tantas injusticias y desigualdad social, es natural que las personas generen aversión hacia las instituciones. Filas interminables para hacer trámites burocráticos que terminan en hacer nuevas citas, baches que están a punto de cumplir su aniversario sin ser reparados o denuncias que no son atendidas por las autoridades son algunos ejemplos que generan frustración en la ciudadanía.

Cuando se trata de justicia, la situación se torna más grave. En primer lugar, porque el problema se mete en la tranquilidad de las personas. Ahora es una situación que quita el sueño porque ya no se trata de verse favorecido con algún trámite, sino de la posibilidad de perder años de nuestra vida y esfuerzo, perder derechos, patrimonio o incluso la libertad. En segundo término, porque la justicia en México es lenta y costosa. La zozobra crece y la paciencia se agota.

Por esa razón, a ninguna persona enojada se le puede cuestionar si deja de lado un discurso racional para buscar que sus reclamos se atiendan. Es entendible que la decepción, el cansancio, el dolor y frustración nos haga desear soluciones rápidas. Sin embargo, una solución rápida, en más de una ocasión, puede que nos haga sacrificar la calidad del resultado. Hace que nos volvamos presa fácil de discursos disruptivos, vacíos, pero con alta carga emocional, los cuales pueden contener trampas en las que caigamos gustosos y que lejos de obligar a las instituciones a realizar su trabajo, focalicemos nuestra atención a otro tipo de soluciones vacías pero consoladoras.

Durante varios procesos electorales hemos visto este tipo de discursos emotivos. Sin embargo, en este proceso electoral para renovar al poder judicial se añade otro componente: prometer acciones que son incompatibles para el cargo al que se aspira. En otras palabras, el discurso esperanzador canaliza la ira por la sed de justicia y se centra en la promesa de resolver problemas ajenos a los que pueden ser competencia de funcionarios judiciales. Expresiones donde se explota el reclamo social de problemas distintos de la justicia para usarlos como estrategia discursiva abundan por su radicalismo.

Tales discursos también tienen su fuente en la poca preocupación de la sociedad respecto del trabajo de los jueces. La publicidad en los procesos solo era de nombre. Difícilmente hay personas como espectadoras en las salas de audiencias. Desde luego que esto es más responsabilidad del comunicador que del espectador. El conocido lema de la función judicial “nuestras sentencias hablarán por nosotros”, generó que difícilmente veamos a los jueces en foros públicos o en contacto directo con la sociedad a la que juzgan.

Y quizá esto se deba a que los jueces no están en los mejores momentos de las personas. Solo aparecen cuando alguien está en un problema. Y en los problemas hay menos personas que nos acompañan que en los momentos de dicha.

Un juez no puede prometer hacer sentencias rápidas y claras, por el contrario, es su obligación. Su labor es resolver disputas entre dos personas y emplear todo su conocimiento, experiencia y conciencia social. Por desgracia, fue el incumplimiento de esas obligaciones lo que generó el descontento social.

Por lo tanto, el resultado es predecible: cualquier promesa puede ser razonable ante el desconocimiento de la función de los jueces en la vida en sociedad.

Por eso es vital que las personas conozcan sus derechos. Una sociedad informada es una sociedad con poder. Si dejamos que nuestra ira nuble nuestro juicio, fácilmente seremos víctimas de quienes prometen soluciones rápidas, pero al mismo tiempo, vacías. Saber el papel de los jueces generará que las personas sepan que contar con un árbitro justo, capacitado diligente y empático, es lo menos que se les debe exigir, por lo que no puede ser una promesa.

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