El autor, amigo personal de Ernesto Garzón Valdés, el célebre filósofo del derecho argentino, hace una glosa de la conferencia que éste dictó en la universidad de la rioja, al recibir el título de “profesor honorario”. Un texto que todo abogado que dé clases debe leer.
Por: Rodolfo Vázquez
El enunciado entrecomillado responde al título elegido por Ernesto Garzón Valdés para la conferencia dictada en la Universidad Nacional de La Rioja por su nombramiento como “Profesor Honorario”.
Ernesto dividió su intervención en “tres justificaciones” para explicar “por qué está aquí” y “por qué se siente tan bien de estar aquí”: una razón biológica, otra intelectual y, una pedagógica. Esta última, a riesgo de no hacer justicia al contenido, al buen humor y a la frescura del texto original. Ernesto resume la razón pedagógica en los siguientes “diez mandamientos”:
Un profesor de la Universidad de Leipzig, cuenta Ernesto, describía su admiración por Ernst Bloch: “… fui a su seminario. Lo que viví allí me conmovió profundamente. No entendí una sola palabra; pero esto fue para mí justamente la prueba: ¡eso es filosofía!”. Eso, precisamente, es lo que NO es la filosofía:
Si algo he aprendido de mis lecturas de los grandes filósofos, agrega Ernesto, es que la filosofía no es la exposición oscura de los problemas que pueden ser formulados claramente. Hay que tomar en serio la claridad y coherencia. Claridad no es sinónimo de trivialidad. Quienes confunden oscuridad con profundidad posiblemente olvidan que la solución de un problema tiene cierto matiz de simplicidad.
Aquello que siempre será rescatable del enfoque analítico en filosofía es, como decía Georg Henrik von Wright, la preocupación por “luchar en contra de toda forma de efectos de obscurecimiento de las palabras en la mente de las personas…” “Ayudar a la mosca a salir de la botella” y disolver los pseudo problemas, como pretendía Wittgenstein, es una mínima cortesía intelectual para cualquier estudiante en cualquier salón de clases y en cualquier ejercicio académico deliberativo, siempre que ello no devenga en un método estéril y sin que ello no termine por vaciar la reflexión crítica en torno a las interrogantes que han preocupado y seguirán preocupando al ser humano. Si algún progreso intelectual esperamos del pensar crítico, no será sólo por la vía de yuxtaposición de conocimientos, como en la ciencia, ni ajustando las tuercas y tornillos de nuestro aparato cognoscitivo y lingüistico sino, y sobre todo, por la vía de la reiteración, del esfuerzo creativo y de la profundización o ahondamiento. Esto es lo realmente propio de la cortesía universitaria.
El propósito de la educación, en aquellas áreas más orientadas al saber práctico, a la creación y diseño de aquellas condiciones que aseguran la convivencia pacífica de los ciudadanos, es explicitar los prerrequisitos para el buen funcionamiento de las instituciones, cuya estabilidad no depende del mero deseo de quienes las propician. Tales prerrequisitos tienen que ver con las condiciones necesarias para la aparición de un fenómeno determinado, pero no con las condiciones suficientes.
Hay un margen de falibilidad y de incertidumbre, que como bien señala Ernesto, “tiene la ventaja de promover la cautela y un sano escepticismo frente a las actitudes voluntaristas de los políticos y los profetas exaltados.” Pero también, por contraste, toma posición frente a las actitudes de aquellos que depositan una confianza excesiva en la razón científica y defienden un elitismo epistémico, que ya en el poder, deviene en una “tecnocracia” arrogante y excluyente, que encoge el discurso y simplifica la complejidad de la vida política y social. No puede la Universidad, y la educación en general, convertirse en una reproductora del nuevo “bárbaro”, como decía Ortega, es decir, el profesional –ingeniero, médico, abogado– y el mismo científico convertidos, exclusivamente, en especialistas: “más sabios que nunca, pero más incultos también.”
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“Al diablo con sus instituciones”, “no me vengan con que la ley es la ley”, “tengo otros datos”, son gritos de batalla que denotan la retórica de los gobernantes populistas y el peligro en el que puede sucumbir la propia educación cuando el voluntarismo pretende cooptar la enseñanza básica –con pretensiones de injerencia en la vida universitaria– a partir de un proceso de transformación orientado a la construcción del “hombre nuevo”.
Un discurso caracterizado, como señalan críticos del populismo, de antipluralista, demagógico, polarizante y moralista, “parasitario” de las propias democracias liberales, como dice Nadia Urbinati, que va minando desde dentro sus propios cimientos con una deriva natural hacia regímenes autoritarios. La mera retórica y el poder de las palabras, como pensaba Sócrates, no deben prevalecer. Y así nos lo recuerda Ernesto: Hay que preferir la sobriedad a la aprobación o al rechazo emocionalmente provocado. El criterio de la verdad científica no es la aclamación. La persuasión suele ser una de las formas más sutiles del autoritarismo, ya que aspira a la imposición heterónoma de convicciones que termina aceptando el persuadido sin tener conciencia de la génesis de aquéllos. Montaigne nos recuerda que la vanidad de las palabras confunde nuestro juicio y corrompe la esencia de las cosas.
No creer en la fecundidad de las tautologías y en el carácter inofensivo de las contradicciones. Ninguna de ellas contribuye a la claridad y a la buena práctica del conocimiento: “la primera por un exceso de luz, y la segunda por su absoluta oscuridad.” Más bien, se trata de asumir la medianía propia de nuestra condición humana que nos previene de los extremos y que nos sitúa, como quería Herbert Hart, en el dominio de la vulnerabilidad y de la relativa ignorancia, es decir, de la inteligencia y fuerza de voluntad limitadas: ni dioses ni máquinas, ni ángeles ni demonios. En una de sus tantas finas disecciones, Ernesto se propone “rescatar algunas formas de ignorancia que tal vez respondan más a nuestra manera de ser y a nuestro propósito de actuar racionalmente en sociedad.” La clasifica en ocho tipos distintos: excusante, presuntuosa, culpable, racional, “la docta ignorancia”, conjetural, inevitable y querida. Unos breves comentarios sobre algunas de ellas.
La ignorancia presuntuosa, como decía Condorcet, “reduce demasiado el campo donde puede ejercerse el espíritu humano […] presentando aquello que no conoce como imposible de ser conocido.” Se trata de aquel que cree que el método científico es el único racionalmente riguroso, y condena a la irracionalidad y al absurdo el acceso a los valores morales o estéticos, por ejemplo. La ignorancia culpable, que resulta del autoengaño, y que puede vincularse con las investigaciones científicas, por ejemplo en el campo de la ingeniería genética o en el desarrollo de la energía atómica, y que, como bien señala Jonathan Glover, llega a ser una forma moralmente inadmisible de eludir la responsabilidad. La docta ignorancia del Cusano, que hace referencia: “A una disposición a reconocer las limitaciones del saber racional, a aceptar conjeturas más que saberes inconmovibles […] lo que nos salva de cometer el pecado de la ‘ignorancia entusiasta’ y estimula nuestra modestia intelectual.” La ignorancia inevitable, porque si bien “el avance del conocimiento ha ido reduciendo el ámbito del mito, de la irracionalidad y del milagro” también ha contribuido, en la misma proporción, a una “toma de conciencia de una también creciente ignorancia.” A este respecto, no hay que confundir, pensaba Bertrand Russell, a los “expertos prácticos” que emplean la técnica científica con el genuino “hombre de ciencia”, cauteloso y siempre abierto a la libertad de discusión. Finalmente, la ignorancia querida, que sería “la forma laudable del autoengaño”: “nadie desearía saber desde pequeños el día y la hora exacta de su muerte”, o “ningún enamorado/a desearía saber si su amor habrá de agotarse y preferiría vivir con la ilusión de su incorruptibilidad.” Por ello, como dice Ernesto:
[…] tal vez no sea una buena máxima aquella que reza: Conócete a ti mismo. Por lo menos Schopenhauer la puso en duda invocando el padrenuestro: queremos que Dios nos libre de caer en la tentación porque sucumbir a ella nos haría saber qué tipo de persona realmente somos.
No hay que confundir la libertad de cátedra con la indoctrinación. “Cuando sucede, afirma Ernesto, se tiende a convertir las propias convicciones –religiosas o políticas– en aseveraciones que pretenden validez universal, sin otra justificación que la apelación a estas convicciones. […] La indoctrinación suele ser uno de los recursos preferidos de los fanáticos”. Convierte la cátedra en un púlpito y hace del profesor un ser refractorio a todo tipo de crítica. El fanatismo hace su aparición cuando se adopta una actitud de superioridad moral, de conformidad y uniformidad, que termina demandando un culto a la personalidad. Su esencia, cito a Amos Oz:
[…] reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano, en vez de dejarles ser. El fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. Está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe o de tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, curarte de la bebida o de tu hábito de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: te echa los brazos al cuello porque te quiere de verdad, o se te lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. ¿Existen antídotos contra el fanatismo? Sí, agrega Oz: inyectar imaginación y creatividad a través de la literatura, la “capacidad de existir con final abierto”, aprender a gozar de la diversidad en la “otredad de los demás” y, sobre todo, el sentido del humor.
“La duda y el espíritu crítico, como afirma Ernesto, han sido siempre buenas armas en contra de todas las formas de dogmatismo. Solo es honesta la crítica cuyo punto de partida es la autocrítica.”
Contra el absolutismo moral, es necesario sostener la posibilidad de un control racional de nuestras creencias, invalidar cualquier argumento de autoridad aceptado acríticamente.
Karl Popper defendió con mucha claridad la necesidad de anteponer a todo autoritarismo dogmático un racionalismo crítico fundado en la objetividad de la experiencia y en la disposición al diálogo que implica la confrontación de argumentos y disponibilidad para abandonar las creencias cuando existen razones fundadas para hacerlo.
“Agrega Popper, el racionalismo se halla vinculado con el reconocimiento de la necesidad de instituciones sociales destinadas a proteger la libertad de crítica, de pensamiento y la libertad de los hombres.”
Una educación liberal y democrática debe sustentarse en un racionalismo crítico que demanda, además, la existencia objetiva de un pluralismo valorativo. De nada sirve defender la autonomía personal si no se asegura dicha pluralidad. Pero pluralidad no es sinómino de relativismo.
De acuerdo con Ernesto, el pluralismo moral supone un “coto vedado”: un consenso profundo sobre las necesidades o capacidades básicas del ser humano y sobre los derechos correspondientes para su protección y ejercicio.
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No hacer un uso autoritario de la cátedra. A unos años de cumplido el centenario del Manifiesto de Córdoba de 1918, firmado, entre otros, por el padre de Ernesto, creo que no está fuera de lugar citar aquí un pasaje en el que se hace patente cómo debería entenderse la relación maestro-alumno, y cuyo espíritu no es difícil percibir en el temperamento y en la obra del mismo Ernesto:
El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia misma de los estudios. La autoridad en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando.
Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden […] Los gastados resortes de la autoridad que emanan de la fuerza no se avienen con lo que reclaman el sentimiento y el concepto moderno de las universidades. El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa, que cabe en un instituto de ciencia es la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla.
La autoridad educativa y su mismo carácter disciplinario no están reñidos con la empatía y un cierto paternalismo justificado cuando caemos en la cuenta, como decía Carlos Nino, que no es lo mismo la formación de la autonomía que su ejercicio. Es claro que, para el caso de la educación básica, por ejemplo, algunas características de los niños permitiría incluirlos en la categoría de “incompetentes”, porque su autonomía se encuentra en una etapa de formación. Pero hay que distinguir entre incompetentes “básicos” –por ejemplo, aquellos individuos cuyas facultades mentales se encuentran permanentemente reducidas– e incompetentes “relativos” –cuando sus facultades están en proceso de desarrollo– y tener mucho cuidado de no extrapolar la situación de incompetencia, atendiendo a la siguiente recomendación:
El limitar los casos de paternalismo justificable a los “incompetentes básicos” y no extenderlos a los “incompetentes relativos”, afirma Ernesto, es importante para evitar caer en una sociedad regida solo por los más talentosos o informados de sus miembros. Por ello el paternalismo justificable no tiene nada que ver con un Estado platónico gobernado por filósofos. Por otra parte, si “la educación es una larga obra de amor a los que aprenden…”, como decía el Manifiesto, entonces la enseñanza debe ser también una fuente de placer, tanto para el docente como para el estudiante, en un ambiente de mutuo respeto y cordialidad:
Quienes me conocen, decía Ernesto, saben que suelo utilizar la expresión “hijos” para referirme a mis estudiantes. Pero, saben también que en modo alguno ella encierra la menor connotación de manipulación o instrumentalización. Me siento orgulloso de tener, tras casi cincuenta años de docencia, muchos buenos “hijos” en la Argentina, México, España, Italia y Alemania.
La negación de algún criterio objetivo que permita distinguir, comparar y valorar formas de vida y culturas diversas ha sido una de los rasgos definitorios del subjetivismo tanto en su vertiente individual, como en su vertiente relativista.
La validez de los principios morales depende de lo que una persona acepta como criterios éticos para sí misma; entonces, nadie puede juzgar moralmente a otro, es decir, rechaza hacer evaluaciones interpersonales.
La consecuencia extrema sería la parálisis solipsista, propia de propuestas posmodernas. La validez de los principios morales depende de lo que un grupo de personas, sociedad o comunidad acepta como criterios éticos para sí mismos, sostiene. Esta última, en línea con el comunitarismo, rechaza que puedan existir un conjunto de bienes primarios concebibles para todos los mundos materiales y morales posibles. La consecuencia extrema sería la defensa de un conservadurismo integracionista, reforzador del statu quo.
Entre el absolutismo y el subjetivismo, o entre el dogmatismo y el escepticismo morales, cabe una tercera posibilidad, siguiendo a James Fishkin, Ernesto caracteriza “objetivismo mínimo”. Esta postura metaética parte del reconocimiento empírico y la necesidad de superar las limitaciones del ser humano, fijando lo que Ruth Zimmerling ha llamado: el “límite inferior” de la moral. Una teoría de las necesidades o capacidades básicas, ajena a cualquier tipo de justificación metafísica.
Ernesto acuerda con Mario Bunge que los enunciados sobre necesidades son relativos respecto a un doble marco de referencia por leyes naturales y por la evaluación que los hombres establecen.
Una Universidad o ciencia nacionalista resulta ser un oxímoron.
La genuina búsqueda de identidad no puede fundarse en la quimera de una pureza ideológica, étnica, política o lingüística, que fractura el espacio público, polariza e impide cualquier diálogo o deliberación democráticos. El nacionalismo es excluyente y, si no cuenta con límites normativos, deviene invariablemente en autoritarismos represivos.
Ernesto, como tantos excluídos, padeció la violencia de un régimen dictatorial que lo obligó, como diría José Gaos, a “tranterrarse” en Maguncia, Alemania, “fui aceptado como profesor con paridad de derechos sin que nadie intentara recurrir a argumentos discriminatorios”. Es el sentido de ciudadanía universal que, en términos de Borges, consiste en “pasar de un país a otro y estar íntegramente en cada uno”, o como Alfonso Reyes: “saber presentarse bien como mexicano ante los extranjeros y cosmopolita entre los paisanos”.
No se trata de negar las raíces históricas y culturales, pero no debemos olvidar, como dice George Steiner, que “los seres humanos no tenemos raíces sino piernas”. Tenemos un punto de partida, pero no sabemos el punto de llegada. Nos movemos, andamos, cruzamos fronteras, por necesidad o libre elección, pero no somos seres estáticos.
Indica Ernesto: La capacidad de percibir en el otro la misma humanidad, de entender que nuestra patria es el mundo entero y que no debemos encerrarnos dentro de las murallas de nuestras ciudades, como Séneca lo sabía, es condición de toda actividad científica que quiera evitar el peligro del provincianismo.
Al término de su exposición, Ernesto reconocía haber sido el primero en haber violado los mandamientos propuestos y, como suele suceder, cuando se admite la violación de normas morales, lo único que cabe esperar son excusas. No resisto terminar esta presentación sin citar sus palabras finales:
He violado tal vez el mandato de no indoctrinar: mi excusa es que he procurado indoctrinar en favor de la democracia y si he recurrido a la retórica ha sido en su defensa.
He sido exageradamente paternalista. Espero que la dosis pueda justificar mis eventuales intervenciones en la autonomía de mis estudiantes. Quizás no he sido siempre claro en mis exposiciones y escritos; pero no se ha debido a una falsa pretensión de profundidad sino consecuencia inevitable de las confusiones e imprecisiones.
A veces he sido dogmático y me he negado a hacer concesiones frente a determinadas posiciones. Mi excusa es que la tolerancia no puede existir sin un marco de principios cuya violación no puede ser tolerada. Ser tolerante no es lo mismo que ser distraído o indiferente.
Estas son mis excusas. En el caso de que no basten y no se quieran perdonar los pecados académicos cometidos […] solo me resta invocar, como último recurso, la frase final de una película inolvidable: Nobody is perfect.