Por Antonio Holguín
México inicia el último trimestre de 2024 en medio de una intensa discusión sobre la forma y términos en que habrá de implementarse la reforma constitucional en materia judicial, publicada en el DOF, el pasado 15 de septiembre.
Entre los aspectos que han sido objeto de discusión, el hecho de que se haya adoptado la elección popular como sistema para determinar quiénes serán jueces, magistrados y ministros, provocó que las legítimas demandas sobre la necesidad de dar respuesta a las problemáticas que enfrenta la impartición de justicia en nuestro país pasen a un segundo plano. Al generarse una controversia, trascendiendo las cuestiones directamente vinculadas a la función jurisdiccional, surgió lo que, en opinión de muchos, es un cuestionamiento claro a la vigencia y respeto de la División de Poderes, principio básico e irrenunciable de todo sistema liberal y democrático.
El principio de división de poderes ha sido una parte integral de nuestra cultura constitucional desde 1824. Se asumió entonces como un medio idóneo para mantener el equilibrio entre las distintas instancias de poder de un Estado, cuestión que, además de prevenir conductas abusivas que lesionen los derechos de las personas, permite un desarrollo más pleno de la vida democrática.
En su concepción más elemental, las tres funciones básicas del Estado, entendidas como la formulación de leyes, la administración y gobierno con base en las mismas, así como su ejecución forzosa y aplicación para la solución de controversias, deben estar a cargo y ejecutarse por personas e instancias diversas entre sí, lo cual tiene como propósito lograr su actuación objetiva e independiente, para el mayor beneficio de las personas, al no quedar condicionada su labor a intereses o compromisos ideológicos, políticos, económicos o de cualquier otra índole.
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En las condiciones actuales del país, el hecho de que la mayoría del Poder Legislativo sea del mismo partido político de quien ostenta la titularidad del Poder Ejecutivo se ha percibido como una circunstancia que implica un alto grado de control de este último sobre los primeros. Debido a ello, la perspectiva de que quienes sean las y los encargados de impartir justicia tengan que ser mayoritariamente propuestos por el Poder Legislativo se ha visto como un riesgo de pérdida de independencia del Poder Judicial frente a los otros Poderes; en particular, frente a los intereses del Poder Ejecutivo.
Además, implica una supuesta amenaza para que el acceso efectivo a la justicia y la garantía de los demás derechos humanos sea una realidad. Lo anterior, en virtud de que quienes aspiren a ocupar los cargos máximos en la impartición de justicia, antes de ser electos por el voto popular, tendrían que contar con la aprobación de una mayoría parlamentaria, misma que intervendría en la elección de quienes integren la instancia de fiscalización que revisará las actuaciones y sentencias de las y los juzgadores, contando con la potestad de evaluarlos y sancionarlos.
Sin embargo, la reforma constitucional en materia judicial no implica en sí misma una ruptura con el principio de división de poderes, ni constituye una violación a los derechos humanos. De la forma y términos en que se elabore, integre y aplique la legislación secundaria que la detalle y haga operativa dependerá el que, efectivamente, este cambio constitucional derive en el fortalecimiento de los derechos de las personas, en un marco de respeto a la institucionalidad democrática o que, por el contrario, acabe representando un retroceso para la aún joven democracia mexicana, así como para el reconocimiento, protección, respeto y vigencia de los derechos humanos.
Si bien los puntos centrales de la reforma judicial ya están establecidos, el trabajo legislativo que vendrá para detallar su aplicación y los términos en que será vigente requerirá no sólo de técnica y conocimientos jurídicos, sino de gran sensibilidad política y social, así como de un sólido compromiso humanista por los derechos de las personas y sus garantías.
En particular, debemos confiar que la vocación y compromiso social de los legisladores en lo individual, así como de los grupos parlamentarios se vea reflejada, entre otras cosas, en la posibilidad de que las personas con menores recursos económicos y mayores condiciones de vulnerabilidad y exclusión, puedan contar con un medio accesible y efectivo para la defensa de sus derechos ante leyes y disposiciones de carácter general que les causen un agravio directo.
El acceso a la justicia es un derecho básico de todas las personas y, por ello, no puede estar condicionado a intereses de ninguna índole. El que todos podamos recurrir al derecho y a las instituciones para dirimir nuestros conflictos y defender nuestros derechos es la base de la convivencia social pacífica. Para los procesos legislativos que se avecinan en esta materia, el reto será ubicar la protección a los derechos de las personas en el centro y eje de la discusión, lo cual no implicaría nada extraordinario si tomamos en consideración que, según se establece en el artículo 1º de la Constitución, todos los servidores públicos tienen la obligación, en el ámbito de sus competencias, de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, conforme a los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad, obligación que claramente incluye y es aplicable a los miembros del Poder Legislativo.
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La reciente reforma constitucional en materia judicial no ha eliminado al sistema democrático de nuestro máximo ordenamiento ni ha eliminado derechos humanos de nuestro catálogo Constitucional. Es deber de todas las autoridades y servidores públicos propiciar su mayor vigencia y respeto, por lo que es de esperarse un debate parlamentario intenso y vigoroso que, ojalá, permita concretar las modificaciones legales necesarias para atender de manera efectiva las problemáticas relativas a la impartición de justicia que enfrenta nuestro país. Todo esto dentro de un marco democrático que consolide y desarrolle la cultura de la legalidad y fortalezca los derechos humanos y sus garantías.
Quienes integramos El Heraldo Media Group y la revista El Mundo Del Derecho expresamos nuestra más sincera y respetuosa felicitación a la DRA. CLAUDIA SCHEINBAUM PARDO con motivo del inicio de su encargo como la primera PRESIDENTA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS por el periodo comprendido de 2024 a 2030.
Le deseamos el mayor de los éxitos y ofrecemos nuestro apoyo y colaboración en la relevante responsabilidad que inicia, confiando en que el respeto a la Ley y la vigencia de los derechos humanos sean la guía para el beneficio de todas y todos los mexicanos que vivimos en esta gran Nación.