Por Brianda Nayeli García Hernández
El delito de pederastia, previsto en el artículo 209 Bis del Código Penal Federal, contiene un elemento que a menudo genera debates jurídicos complejos: el vínculo de confianza. La norma exige que el sujeto activo se aproveche de una relación de confianza, subordinación o superioridad sobre la víctima menor de edad, derivada de contextos específicos como el médico, docente, religioso, laboral, familiar, entre otros.
Pero ¿qué significa jurídicamente esa “confianza”? ¿Cómo se prueba ante un tribunal? ¿Se requiere que exista una historia previa que la acredite de forma directa? ¿O basta con comprobar el vínculo institucional del que emana, como puede ser una relación médico-paciente?
En un caso que conocí en mi labor como Secretaria de Tribunal, estas preguntas se convirtieron en el eje central del análisis. La víctima era una niña de once años. Ella y su madre acudieron a un hospital del gobierno derivado de un problema neurológico que presentaba la menor. En la revisión médica, el doctor realizó tocamientos en las partes íntimas de la niña sin justificación clínica. El juez de primera instancia lo sentenció por pederastia. Al revisar la decisión, el Tribunal de Apelación —al que pertenecía— confirmó que el elemento de confianza estaba acreditado, no porque se hubiera probado una relación afectiva o reiterada entre el médico y la menor, sino porque la sola existencia del vínculo médico-paciente era suficiente para presumir la existencia de confianza.
Desde la perspectiva del Tribunal de Apelación, exigir una prueba directa o reforzada de que la menor “confiaba” activamente en el adulto médico, implicaba desnaturalizar la lógica de protección del tipo penal, pues lo que el legislador buscó fue proteger espacios: lugares y contextos donde las y los menores están naturalmente expuestos a relaciones de poder asimétricas, en las que deben sentirse seguros y no vulnerados.
No obstante, el Tribunal de Amparo resolvió en sentido contrario. Consideró que no se acreditó suficientemente el elemento de confianza, pues no existía prueba directa de una relación previa entre la víctima y el médico, lo que conllevó a reclasificar el delito como abuso sexual.
Esta postura, desde mi óptica, eleva de manera innecesaria el estándar probatorio y puede poner en riesgo el fin último del tipo penal: garantizar la protección plena e integral de niñas, niños y adolescentes en todos los entornos donde se desarrollan.
Este debate no es menor. La forma en que interpretamos y probamos el elemento de confianza no solo afecta la calificación jurídica de los hechos, sino también envía un mensaje profundo sobre a quién protegemos y cómo entendemos la violencia sexual infantil.
Desde una visión garantista y centrada en la víctima, considero que el análisis debe partir de reconocer que los entornos como la escuela, la consulta médica, la iglesia o cualquier espacio de formación y cuidado, generan per se una expectativa de seguridad y respeto. Esa expectativa es la base del vínculo de confianza que el legislador quiso sancionar cuando es transgredido.
El reto está en no perder de vista el sentido de la norma por aferrarnos a exigencias probatorias que terminan dejando sin efecto la protección que se busca garantizar.