Dice un dicho popular que “justicia tardía, no es justicia”.
Por José Artemio Zúñiga Mendoza
La fuerza del principio es evidente y, lamentablemente, para algunas personas su verdad se volvió experiencia. La prontitud de una sentencia que ponga fin a un problema planteado ante los tribunales es esencial para la materialización de la justicia, es un principio reconocido, tanto en la Constitución como en Tratados Internacionales de Derechos Humanos. La rapidez y oportunidad de las resoluciones es, de hecho, un estándar internacional y un aspecto fundamental del derecho de acceso a la justicia.
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Si esto es así, cualquier mecanismo dirigido a fortalecer la celeridad de las resoluciones judiciales debe ser bienvenido. La reforma constitucional relativa al Poder Judicial, publicada el pasado 15 de septiembre de 2024, plantea al respecto una gran oportunidad. No solo en el sentido evidente de establecer un plazo máximo de seis meses para que las personas juzgadoras resuelvan determinados asuntos, sino porque permite la configuración de un Tribunal que tiene como centralidad garantizar la prontitud y excelencia de la justicia.
El establecimiento del Tribunal de Disciplina Judicial plantea, entre otras cosas, la oportunidad de contar con una instancia que permita hacer realidad que las personas justiciables obtengan resoluciones prontas, completas e imparciales. Si el principio constitucional era reconocido desde hace tiempo, la existencia de este novedoso Tribunal hoy ofrece un mecanismo auténtico para su garantía.
Más allá de la efervescencia de debates politizados, subyacen varias conclusiones innegables, era insostenible un Consejo de la Judicatura que tuviese la misma Presidencia de la Suprema Corte de Justicia, la disciplina judicial debe estar basada en reglas del debido proceso; este Tribunal puede constituir una pieza clave para lograr hacer frente a importantes áreas de oportunidad que la sociedad reclama a nuestro sistema de justicia. En principio, porque se plantea en el marco de un estado constitucional y democrático de derecho, como una puerta abierta a todas las personas, lo que fortalece el acceso, la cercanía, la rendición de cuentas y, en definitiva, el gobierno abierto.
La gran oportunidad que brinda este Tribunal no estriba en ser una instancia de seguimiento y cuidado en el cumplimiento de las obligaciones y responsabilidades de las personas servidoras judiciales, lo que de hecho efectuaba ya el Consejo de la Judicatura, a través de áreas especializadas. La oportunidad se vincula más bien al importante hecho de que la conformación y actuación de este Tribunal es hoy independiente de la administración de la judicatura e independiente de las personas que ejercen la función jurisdiccional directamente.
Esto último supone una vía de salida a un riesgo de instrumentalización del órgano disciplinario y a la configuración de un derecho disciplinario judicial basado en estándares de derechos humanos y como tal de debido proceso; constituye una oportunidad para desterrar al “derecho administrativo del enemigo”, que utiliza la sanción previa como mecanismo de respuesta y parámetro de actuación. La reafirmación constitucional de independencia técnica y de gestión de este Tribunal, responde de mejor manera a los estándares de rendición de cuentas y favorece una actuación imparcial e independiente de sus integrantes.
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Si a esto sumamos que este órgano no sólo se encuentra dirigido al seguimiento de la legalidad, sino al cumplimiento de los principios éticos que guían la judicatura, empezando por su actuar mismo, entonces se planeta una gran oportunidad para fortalecer una impartición de justicia de excelencia.
La existencia de un Tribunal de Disciplina en realidad representa una forma idónea de abonar a la independencia judicial y garantizar al mismo tiempo la necesidad de una justicia pronta, expedita y con parámetros de respeto al estándar de derechos humanos.