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El Estado de Derecho no se siente… hasta que se rompe

Por Brianda Nayeli García Hernández

Para muchas personas, el “Estado de Derecho” suena a un concepto lejano, técnico, reservado para quienes estudiamos Derecho. Sin embargo, su presencia —o su ausencia— se manifiesta en cada rincón de la vida cotidiana: cuando alguien espera justicia, cuando una autoridad abusa de su poder, o cuando una sentencia llega tarde.

El Estado de Derecho deja de ser una abstracción cuando las normas se traducen en certezas. Como bien lo explicó Tom Bingham, uno de los juristas más influyentes del siglo XX, la ley debe ser accesible y comprensible. No se trata solo de tener leyes, sino de que éstas puedan ser entendidas y aplicadas por todas las personas, sin necesidad de un abogado. Una ciudadanía que comprende las reglas del juego puede exigir su cumplimiento y confiar en que sus derechos están protegidos.

Desde mi experiencia en el Poder Judicial de la Federación, he comprendido que el Estado de Derecho no es solo una estructura normativa: es una red viva que sostiene nuestras libertades, nuestra dignidad y nuestra paz social. Esa red se teje con el respeto a los derechos fundamentales, porque sin ellos, la ley pierde su dimensión humana.

Cuando esa red se rompe, no se cae una ley: se cae una persona. Se derrumba quien pierde su patrimonio y no encuentra respuesta; quien es detenido sin razones y no tiene cómo defenderse; quien exige justicia y recibe silencio. La ausencia de Estado de Derecho no se mide en tratados, sino en vidas quebradas por la impunidad, la desigualdad o la corrupción. Una justicia que tarda años o que cuesta más de lo que alguien puede pagar, equivale a negarle la justicia misma. Como advierte el aforismo que cita Bingham: “La justicia retrasada es justicia denegada.”

Garantizar el acceso efectivo a un juez independiente y a un proceso sin dilaciones ni barreras económicas es condición indispensable para sostener esa red. De lo contrario, el derecho se convierte en un privilegio y no en un derecho universal.

El Estado de Derecho se fortalece con jueces y juezas que actúan con compromiso, con leyes que se aplican sin excepción, con instituciones que funcionan sin favoritismos ni corrupción.

Hoy más que nunca, debemos recordar que la justicia no es un adorno institucional ni un lujo reservado: es el pilar sobre el que se levanta todo lo demás. Sin justicia efectiva, la democracia se vacía de contenido y la paz social se vuelve frágil. Incluso el desarrollo económico y el progreso sostenible dependen de la certeza jurídica. Todo aquello que damos por sentado —salir a la calle con seguridad, expresar una opinión, emprender un proyecto de vida— reposa sobre la existencia de un orden legal justo que nos respalde. Si permitimos que la impunidad eche raíces, estamos minando ese futuro común.

Defender el Estado de Derecho no es tarea exclusiva de abogados ni jueces: es una responsabilidad compartida. Comienza por reconocer su valor, por exigir su cumplimiento, por elegir con conciencia a quienes lo representan. Cada acto cívico —votar con información, rechazar la corrupción, cumplir la ley en lo que a cada quien le toca— es un hilo más en esa red que protege lo más valioso que tenemos: nuestra libertad.

No se trata de cambiar el mundo de un día para otro. Pero cada vez que alguien exige justicia con seriedad, cada vez que alza la voz ante la injusticia, está construyendo el país que queremos. Mientras existan personas dispuestas a defender la legalidad con valentía, el Estado de Derecho podrá resquebrajarse… pero no desaparecerá.

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