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Democracia, instituciones y derechos humanos

Por Antonio Holguin

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Una vez concluidos los procesos electorales que se llevaron a cabo en  junio, empieza una nueva etapa en la que planes y propuestas, que eran meras promesas de campaña, se tendrán que concretar en programas y acciones de gobierno que justifiquen las expectativas de quienes dieron su voto a los ganadores.

Una vez más, como ha venido ocurriendo desde hace más de 25 años, las instituciones y mecanismos electorales que sustentan nuestra joven democracia, volvieron a demostrar su efectividad y pertinencia al permitir que millones de personas emitieran su sufragio de manera libre, secreta y ordenada, en un entorno institucional confiable, de participación y responsabilidad ciudadana.

Sin embargo, es importante recordar que la verdadera democracia no se reduce a los procesos de votación para la elección de autoridades, ni puede entenderse como la imposición de una voluntad mayoritaria que implique la supresión o el desconocimiento de los derechos de las minorías.

La democracia debe entenderse, como lo reconoce el artículo 3º Constitucional, como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. Esto implica que una sociedad dinámica y participativa tenga oportunidad de intervenir en las decisiones de gobierno y que tales decisiones tengan por objetivo y premisa mejorar las condiciones y posibilidades de desarrollo y vida de las personas.

Una verdadera democracia no puede admitir que los derechos de las minorías se vulneren o restrinjan. Que una persona o grupo no resulte ganador en una contienda electoral no implica que sus derechos e intereses deban quedar subordinados o puedan ser vulnerados por los intereses y deseos de una mayoría, como lo explica Tocqueville.

Mejorar la vida de las personas sólo puede llevarse a cabo fortaleciendo y respetando el Estado Constitucional de Derecho, así como el cúmulo de derechos humanos que deben situarse en la base de este.

La democracia es el único sistema o forma de gobierno en el que los derechos humanos pueden ser verdaderamente vigentes, ya que, en cualquier otro sistema, aun cuando se reconozcan catálogos más o menos amplios de derechos, los mismos no podrán asumirse bajo los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad que les son inherentes.

Este régimen de derechos requiere no sólo que los derechos se reconozcan, sino que las autoridades procuren su vigencia. También supone que existan mecanismos efectivos para su garantía; es decir, para que las personas puedan reclamar que sean efectivos, así como denunciar las afectaciones que se presenten. Sin una efectiva igualdad ante la ley y la posibilidad real de exigir el respeto y cumplimiento de las normas, la democracia sólo tiene una dimensión formal y las posibilidades de que las personas decidan libremente el rumbo y desarrollo de su vida se reducen considerablemente.

La democracia implica un orden y un esquema de participación pero, también, la primacía de las leyes y de las instituciones sobre intereses políticos, ideológicos, económicos y de cualquier otra índole.

El creciente desencanto que se presenta en la sociedad respecto al valor y conveniencia de un sistema democrático puede tener origen en pretender reducir la democracia tan sólo a los mecanismos y jornadas electorales, asumiendo erróneamente que, con la elección de autoridades y gobiernos bajo este método, todas las promesas de justicia, equidad, inclusión y desarrollo se van a materializar automáticamente, lo cual en la práctica no sucede.

La falta de respuestas y resultados debilita la convicción democrática de las personas y ocasiona que cada vez mayor número de ellas vean con simpatía o estén dispuestas a consentir que las autoridades vulneren o restrinjan sus derechos si, a cambio, se resuelven los problemas más relevantes que enfrentan: inseguridad, violencia, pobreza, exclusión y desigualdad.

De ahí que sea importante que ahora, cuando están por debatirse temas tan importantes para nuestro desarrollo y equilibrio social como las reformas a los sistemas de procuración e impartición de justicia, tal discusión se haga partiendo de una perspectiva de fortaleza institucional pero, principalmente, de respeto y vigencia de los derechos humanos.

Por definición, estos derechos no son graciosas concesiones de las autoridades a favor de sus gobernados: son derechos que son propios e inherentes a todas las personas y que no son concedidos sino reconocidos por los Estados. No pueden ser suprimidos, condicionados o eliminados por ninguna autoridad, aun cuando la misma haya sido electa como resultado de un proceso democrático.

El Estado tiene la obligación de otorgar el reconocimiento más amplio y procurar la mayor vigencia de los derechos humanos, siendo necesaria la existencia de mecanismos efectivos de garantía que cualquier persona pueda ejercer para que sus derechos se respeten.

En este sentido, la existencia de una sólida institucionalidad judicial que cuente con personal especializado en la materia, que actúe con profesionalismo, diligencia, independencia y objetividad, al margen de filiaciones o simpatías ideológicas o partidistas se vuelve una prioridad irrenunciable.

El acceso efectivo a la justicia sólo puede concretarse en el marco abstracto de igualdad de todas las personas ante la ley y las instituciones, que permita que todas las personas, sin distinción alguna, puedan solicitar y obtener el amparo y protección de la justicia para la mayor vigencia de sus derechos.

Si bien es innegable que los actuales sistemas de procuración e impartición de justicia tienen diversas áreas de oportunidad y aspectos que pueden ser perfectibles, es innegable que cualquier reforma que se quiera llevar a cabo deberá tener como premisa el respeto a la dignidad de las personas y asegurar la mayor vigencia de sus derechos.

Defender y fortalecer la democracia es defender y fortalecer los derechos humanos mediante el cumplimiento y aplicación de la ley.

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