Por Selene Cruz Alcalá,
Durante años, la justicia en México ha sido sinónimo de frustración. Para muchas personas, acudir a un tribunal ha representado una derrota anticipada más que una esperanza. Sentencias injustas, procesos eternos y un sistema que a menudo pareciera servir al poder y no a la gente, han desgastado la fe pública en los Poderes Judiciales.
Hoy estamos ante un cambio histórico: por primera vez, se plantea que las y los ministros de la Suprema Corte de Justicia sean elegidos por el pueblo, al igual que el resto de los juzgadores del país. Esto implica la posibilidad de recuperar la justicia como un bien común: si un ministro se debe al pueblo, entonces también debe rendirle cuentas.
Este momento nos obliga a preguntarnos: ¿quién es una ministra o ministro y por qué debería importarnos?
Una ministra no solo aplica la Constitución y ley, tiene el deber de humanizarlas. Su función es la de proteger los valores de dignidad, igualdad y libertad que sostienen una democracia. Gracias a las decisiones de las y los ministros se puede, por ejemplo, reconocer que la violencia de género es una forma de discriminación, ordenar que en los juicios de las personas indígenas se garantice que existan intérpretes en su lengua, que las infancias en situación de pobreza puedan acceder a una educación digna. Sus decisiones pueden cambiar el rumbo de una vida e incluso de millones.
La ley debe ser estable, pero también debe moverse con la sociedad, adaptando los principios a una realidad que cambia. Un ministro no es un burócrata que recita artículos, sino un puente entre lo legal y lo justo.
Por eso, el nuevo contexto de elección popular de ministras y ministros de la Suprema Corte marca un antes y un después. Ahora no solo se trata de conocer sus credenciales, sino de evaluar su compromiso con la gente. ¿Comprende la desigualdad estructural del país? ¿Tiene perspectiva de género, de diversidad, de territorio? ¿Sabe escuchar al pueblo y no solo a las élites jurídicas?
Porque una persona ministra debe ser independiente, sí, pero también profundamente consciente de que su mandato emana de la sociedad. Su poder no está por encima del pueblo: le pertenece.
Con esta nueva forma de designación también llega una pregunta inevitable: ¿quién vigila a las y los ministros? La respuesta es clara: nosotros. Como ciudadanía tenemos el derecho y la responsabilidad de exigir transparencia, ética y cercanía con las personas. Queremos ministros con visión crítica, que defienda los principios constitucionales sin temor y sin favoritismos.
La justicia constitucional no es abstracta. Es la defensa del pan sobre la mesa, de la educación para nuestras hijas e hijos, de la igualdad en el trato, de la dignidad en el trabajo. Y por eso importa quién la defiende.
Hoy que se nos invita a elegir, no votamos solo por personas: votamos por el tipo de justicia que queremos construir. ¿Será una justicia de élite como hasta ahora o una cercana a quienes más la necesitan?
Ese es el poder de una persona ministra. No porque lo tenga todo resuelto, sino porque se atreve a plantear las preguntas que sostienen a nuestra democracia.
Y sin justicia, no hay democracia. Y sin democracia, no hay futuro. Hagámonos cargo de nuestro futuro y elijamos a las y los mejores para desempeñar las tareas que demanda la justicia en un estado democrático y constitucional