Convencido de que la judicatura no es producto de la razón, sino de la militancia ideológica y los intereses del momento, el autor se burla de los formalismos jurídicos y declara su simpatía por la realpolitik: cada grupo político pone a los jueces que le convienen.
Por Rubén Islas
Ilustración por Jorge Peñaloza
Un sector importante de nuestra sociedad -abogados, funcionarios judiciales, líderes de opinión y sectores de la sociedad civil- se envuelven en el espíritu de Filocleón: “Los jueces y los tribunales son el sostén de la Democracia”.
Para poner las cosas en su justa dimensión preguntemos: ¿Quién y por qué adquiere el derecho de juzgar? ¿De dónde emana la legitimidad de los jueces? ¿A cargo de quién debe estar el Poder Judicial?
En el antiguo Derecho griego, el pueblo, como afirma Foucault, se apoderó del derecho de juzgar, de decir la verdad, oponer la verdad al poder de los señores o tiranos, el poder de juzgar a sus gobernantes. Dar testimonio es un derecho creado por la democracia griega, el derecho de oponer la verdad al poder: oponer una verdad sin poder a un poder sin verdad.
Para llegar a la verdad era necesario usar las formas racionales de prueba y demostración: “…cómo producir la verdad, en qué condiciones, qué formas han de observarse y qué reglas han de aplicarse”.
Con el nacimiento del Estado, las disputas dejan de resolverse en el ámbito social o privado, dando paso al Derecho como sistema de ordenación institucional y germinando en consecuencia el sistema de intermediación que reina hasta hoy en todos los sistemas jurídicos de la modernidad, aparecen así los abogados y jueces que se inventan un nuevo orden discursivo, la aplicación de la Ley es un asunto de expertos, de técnicos.
Con jueces y abogados aparece, en y desde la ley, no sólo un nuevo lenguaje sino un lenguaje determinante situado desde fuera de lo cotidiano, un lenguaje “culto”, técnico, especializado, que sólo es posible comprender a partir del dominio de su propio metalenguaje, el lenguaje jurídico. Nace entonces el Poder Judicial, desde fuera del cratos y para el servicio del poder. En el mundo medieval no había poder judicial autónomo, una justicia impuesta desde el exterior, institucional, procedimental, estatal en la que el poder político diseña e instrumenta los procedimientos judiciales y los jueces con toga y peluca imparten justicia desde su propio orden discursivo: la interpretación.
Parafraseando a Nietzsche, en el mundo de lo judicial no hay verdades sólo interpretaciones. La verdad descubierta a la manera de Edipo Rey deja el paso a la verdad jurídica interpretativa desde un lenguaje que se explica a sí mismo desde sus principios y categorías y que es inaccesible al demos; no le queda otra que asumir el principio “democrático” de que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento.
La interpretación nace como un acto aristocrático o monástico frente a una ley oscura, sinuosa, con lagunas e incomprensible al demos; no se trata de un conocimiento filosófico capaz de argumentar en la plaza pública y menos aún de un conocimiento científico que derrumba los muros de un paradigma dominante, se trata más bien de un saber privado, oscuro, supra lingüístico, cercano a la teología, metafísico, propiedad de abogados y jueces que viven muy lejos del clásico Derecho Romano de Cicerón. Un neodespotismo ilustrado, sustentado en el miedo popular a la incomprensión de la Ley.
Cuando el Estado se apodera del procedimiento judicial, el Derecho asume por completo su papel público y su sujeción al poder político, se trata ahora de una justicia impuesta: “las personas están sometidas a dirimir sus conflictos a un poder exterior: el poder político judicial (el procurador como representante del soberano)”: la ofensa a la Ley es también al Estado.
De la noción del Estado como ofendido ante los actos de los particulares, nace la del individuo como ofendido de los actos del Estado, del acto de autoridad. La auctoritas romana evoluciona en la tradición cultural occidental como autoridad de gobierno, como persona con poder, no hay autoridad sin poder y esté poder es sin duda el poder político: los jueces son autoridad con poder político derivado que legitiman sus actos en el arte de la interpretación de una ley con lagunas y difícil de comprender. En y desde la interpretación los jueces sancionan con sentencias de las que se derivan acciones, infracciones o penas como consecuencia de haber ofendido a la Ley, que ahora ha dejado de ser una simple norma para constituirse en objeto sacramental.
La idealización del Derecho no es más que ideología,una falsa conciencia de lo que en realidad éste es y ha sido a lo largo de la historia de la humanidad, leyes escritas u orales con contenidos sociales, políticos o económicos. El plus de Derecho que sustenta el posmodernismo jurídico y algunos tribunales, es la moral institucionalizada en principios ideológicos en las sentencias judiciales donde la subjetividad de los principios rebasa a la objetividad de las normas. Alexy al sostener que los jueces deciden sobre razones morales, soslaya la diversidad de las morales heteronormativas que parten de una visión subjetiva de la realidad conductual de las personas. La moral -el more, la costumbre, la tradición- es ideología en su sentido fuerte conforme a la tesis de Bobbio.
En tanto, la justicia es un fundamento ético, metafísico y especulativo del Derecho, una construcción lejana e intangible, una virtud que se forja en el discurso jurídico como expresión de honestidad o como simulación desde el dominio. Se confunde regularmente con la dignidadhumana que es un atributo universal y anónimo de todo yo por igual , una propiedad ética y una invención de la modernidad. A diferencia de la dignidad humana que se manifiesta como propiedad en sí, la justicia se revela en acto, en verbo, en el devenir de lo cotidiano desde la interpretación subjetiva y relativista de cada persona que idealiza a la realidad tal y como nos la presenta Platón en la República, el fundamento y virtud de la constitución del Estado-Ciudad. La Teoría del Derecho, como un sistema de pensamiento sobre lo jurídico, no puede explicar a la justicia porque su compromiso es con la verdad, en tanto que la Filosofía, y especialmente la Ética, sí en razón de la especulación.
Debe reconocerse a la justicia en su particularidad como un valor ético, fundamento del Derecho como discurso: justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho. Un Derecho discursiva e idealmente justo que no es “el Derecho en sí”. Sería justo, en tanto pudiera reflejarse discursivamente en diversas finalidades a la luz de la subjetividad ideológica del legislador.
La justicia no es un sinónimo del bien ni un antónimo del mal, tampoco una categoría jurídica o un universal filosófico. Es un valor ético que está sujeto al tiempo y al espacio como todo valor. Por ello, la ideología jurídica transformada en Filosofía del Derecho, sostiene idealmente que el Derecho tiene en su naturaleza siempre a la justicia como valor en sus tres acepciones: distributiva, conmutativa y social. Se trata más bien de una virtud como afirma John Rawls, de una fuerza o poder (virtus) que deriva en la eficacia de una cosa, un hábito o la manera de ser de una cosa, lo que completa su buena disposición y la perfecciona: la virtud de una cosa es su bien propio e intransferible.
Finalmente, la seguridad está caracterizada por la pragmática en sentido kantiano del propio Derecho, la seguridad del cuerpo que es el principio de protección sobre la persona, la seguridad como poder frente a otros poderes, el origen del amparo y del habeas corpus (el entregar el cuerpo). No es un valor absoluto porque contiene en sí mismo un carácter ambiguo: ¿Cuántas veces no hemos escuchado a los tiranos más temibles justificar sus crímenes en nombre de la seguridad del Estado?
Afirma el ministro Alberto Pérez Dayan: “Militancia y judicatura no son afines” y “El Poder Judicial tiene perfectamente claras esas palabras y entiende que, por encima de la Constitución, no hay poder alguno, nada ni nadie. No permitamos que esto se olvide o se confunda”.
Ambas tesis son falsas: no hay ley sin militancia, toda judicatura es producto no de la razón, sino de la militancia ideológica que ha decidido que ella sea así como es, que se organice y regule desde el acuerdo que la crea legislativamente, los jueces militan en el partido de la justicia, de la propiedad, del capital, de la formalidad jurídica o del compromiso social, de ello hay pruebas más que evidentes.
Tampoco es verdad que no haya poder alguno sobre la Constitución, la propia Constitución se asume sometida, dominada o subordinada al Poder Revisor de la Constitución (artículo 135) -poder absolutamente político- y a la voluntad soberana y política del pueblo (artículo 39).
En su formalismo derivado de Rabasa, Pérez Dayan soslaya que ninguna Ley, y la Constitución como Ley suprema tampoco, están por encima del poder político que las crea. Digamos entonces las cosas sin ambages: los jueces de nuestro sistema judicial militan en el partido de constitucional liberal que le impone a la Democracia controles al ejercicio libre de la voluntad general, la extraordinaria fórmula Madison.
El dilema no está en si los ciudadanos elegimos o no a los juzgadores, sino en el cómo y quien designa o elige al juzgador, bajo qué método y con qué potestad. Ha llegado el momento de debatir con argumentos intelectuales y no con afirmaciones técnicas.
El derecho de juzgar es dar testimonio es un derecho creado por la democracia griega, el derecho de oponer la verdad al poder: oponer una verdad sin poder a un poder sin verdad.
¿VERDAD O INTERPRETACIÓN?
-Ese orden discursivo requiere de interpretaciones, mas no de la verdad absoluta.
-Debe asumir el principio de que ignorar la ley no exime a nadie de cumplirla.
-Los jueces con poder político legitiman sus actos en la interpretación de la ley.