Por Dora Alicia Martínez Valero
La etiqueta “generación de cristal” se ha convertido en una forma fácil de desacreditar y minimizar las preocupaciones legítimas de las y los jóvenes actuales. Sin embargo, si miramos más allá del estigma, encontramos algo muy distinto: una generación que comprende sus derechos y los defiende con firmeza.
Los jóvenes de hoy crecieron en un entorno saturado de información, con acceso a datos y testimonios sobre injusticias que generaciones anteriores desconocían o simplemente aceptaban como parte del sistema. Es probable que no sean más frágiles, es que se rehúsan a normalizar prácticas que históricamente han causado daño bajo el disfraz de la tradición o la costumbre.
Denunciar el acoso laboral, la discriminación o el bullying no es un signo de debilidad, sino de transformación social. Cuando las nuevas generaciones rechazan comentarios racistas o sexistas que antes se disfrazaban de “bromas”, no están siendo hipersensibles: están trazando límites que deberían haber existido siempre.
Las cifras confirman esta mayor conciencia. Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS) 2022, el 28.5% de los jóvenes de entre 12 y 29 años reportó haber sufrido discriminación en el último año, frente al 21.4% registrado en 2017. Este aumento no necesariamente indica que haya más discriminación, sino que ahora hay una mayor capacidad de identificarla y denunciarla.
Al mismo tiempo, el 25.1% de los jóvenes mexicanos considera que sus derechos se respetan “mucho”, un avance respecto al 19.1% de 2017. Pero esto también significa que tres de cada cuatro jóvenes no sienten que sus derechos sean plenamente reconocidos. No es que pidan privilegios; exigen que el respeto y la dignidad sean una norma para todos, sin excepciones.
Esta generación también enfrenta desafíos inéditos: crisis climática, precariedad laboral, vivienda inaccesible y la presión constante de las redes sociales. Y no necesariamente es hipersensibilidad, es una respuesta lógica y urgente ante problemas que han heredado; que se acumulan, que se presentan de manera más intensa y que siguen sin resolverse.
Por supuesto, no todos los jóvenes han roto con las conductas nocivas del pasado. La presión social, la falta de educación en derechos humanos y la violencia normalizada todavía los llevan, en algunos casos, a perpetuar el mismo acoso y discriminación que denuncian. Esto nos recuerda que la evolución social no es uniforme y que aún queda trabajo por hacer.
El verdadero reto no es si una generación es frágil o no, sino entender que su forma de señalar violencias e injusticias es un paso adelante, no un retroceso. La empatía y sensibilidad que demuestran podrían ser las herramientas clave para enfrentar los desafíos globales de nuestro tiempo.
Tal vez la pregunta correcta no es por qué los jóvenes son tan “sensibles”, sino por qué nos cuesta tanto construir una sociedad más justa e inclusiva. Quizás los frágiles seamos otros.
Porque al final, la verdadera fortaleza no radica en soportar en silencio la injusticia, sino en tener el coraje de señalarla y transformarla.